Hace frío. Las calderas resoplan exhaustas, las casas abrigadas se convierten en paraísos. la modorra de los días de fiesta dormitando frente al televisor con la comedia insufrible. Los calcetines de lana, los libros entre las rodillas, las luces del árbol de navidad reflejándose en el ventanal. Normal en invierno, incluso agradable cuando se pasea
embozado en una bufanda con las manos en los bolsillos del chaquetón.
En México
hace calor, en las Cumbres Iberoamericanas donde no fueron invitadas este año las primeras damas (qué decepción!), donde lo informal es el traje con chaqueta
y pantalón dispar y corbata de colores optimistas, ayudada con un puro cohíba y un viva la vida loca, Palacios de cristal con
cócteles exóticos y guayaberas. qué grato es a veces ser del clan. Fuera, lejos, las calles arden de injusticia y
ejecuciones, muchachos que aparecen entre la basura donde las ratas sonríen
afiladas. Pero a las puertas del futuro no llega la pestilencia del vertedero. Todo
es subjetivo. Todo menos la muerte y la miseria.
Hablar de pueblos sin nombre, de orgullos que se sustentan en tópicos
sin carne. Brindis al aire por sueños en
los que nadie cree. Hermanamientos bancarios que nada saben de esos otros
hermanamientos, los de los cartones en las estaciones de tren, los de los cortes de luz, los de las hogueras
en un callejón.
Hace frío en el mar mediterráneo, en esta Barcelona de postal, que no sabe todavía lo que será mañana, con qué bandera se arropará. Tiene un color áspero y antipático, no huele a
canciones de canto autor. Aunque duela al que duela, todas las viejas ciudades arrastran el cansancio de Vetusta. Contemplo el mar y no veo playas ni bañistas, ni avionetas con publicidad, no huelo aceites de coco, ni veo cuerpos de silicona o neveras familiares. Lejos de las olas, entre
ellos y nosotros, este mar es una tumba donde yacen ahora niños y hombres, mujeres que
no saben nadar. Sus cuerpos olvidados a
la deriva de esta navidad, sus nombres borrados por las tempestades, sus
espejismos comidos por peces de colores.
Qué infinita la lejanía cuando tu barca zozobra.
Hace frío en la acera sin resguardar, pero no importa para las centenares
de almas que esperan su porción de buena suerte en la administración de
lotería. Soñar es gratis. Soñar con lo que todos sueñan. Anuncios de felicidad,
de humanidad en el depósito de un banco,
esperanzas de libertad que
acabarán en otro fracaso.
Hace frío en tierras extrañas, trabajando donde antes lo hicieron
nuestros abuelos. Lejos de casa, lejos
de los recuerdos. Sin poder regresar.
Todo pasa al mismo tiempo, bajo el mismo cielo, en la misma tierra.
Pero todo es tan lejano, separados por muros de cemento construidos con cuidado
para no contagiarnos de las alegrías foráneas.
Mejor terroristas que madres amamantando, mejor bombas que bosques de otoño, mejor
llantos que cantos. Mejor muertos que vivos.
Y sin embargo, aunque hace frío, sentado en este malecón yo les
escucho. Oigo las esperanzas de los
padres, oigo las canciones que acogen de regreso a sus antepasados, escucho la risa de los niños corriendo en la
arena y veo la sonrisa del barrendero al hablar con –será su novia –; comparten un pitillo dos africanos que miran
a unos metros lo mismo que yo, recoge
una señora una lata del suelo. Lee un
muchacho un libro. Y entre los parterres, un esqueje resiste, esperando mejores
tiempos.
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