El silencio es
estruendoso cuando se percibe como una estrategia entre los opinadores que, de
repente, callan. Una táctica, la de callar que tiene más que ver con el interés
personal inmediato que no con el derecho a no opinar. Vivimos tiempos de
impaciencia, donde se reclama el posicionamiento rápido y a poder ser febril en
todas las causas que el panorama actual plantea. Una opinión, que no deja de
ser un juicio de valor, genera automáticamente un movimiento expansivo de
consecuencias incalculables. Así que los estrategas del silencio calibran
cuidadosamente cada movimiento. No porque se pidan a sí mismo un tiempo justo
de reflexión y análisis, contraviniendo así el deseo de quien les espera, sino
simplemente porque prefieren comprobar de qué lado sopla el aire antes de
desempolvar su arsenal dialéctico.
Hemos visto y
leído manifiestos estos días, admoniciones contra el Independentismo y
refuerzos morales al Gobierno en su reclamación de “mano dura” contra los
díscolos. Un argumentario vacío de propuestas o de otra intención que la
propia. Nada de llamadas al debate serio, ninguna insinuación sobre la
necesaria reforma del sistema que esas voces, por activa o pasiva, respaldan y
dotan de lustre “intelectual” Cuando una pluma o una inteligencia calla lo que no
interesa y clama por lo que se espera de ella, lo menos que puede preguntarse
es dónde queda, precisamente, esa independencia propia; no la de cualquier
patria, no la de cualquier bandera, sino aquella que verdaderamente importa: la
del hombre que, libremente, piensa, obra y se expresa. Malos tiempos corren
cuando aquellos rebeldes de lo propio –pues eso es toda inteligencia, un acto
de rebeldía –gritan pidiendo para los otros correas.
La negación de
algo no es nada más que impotencia. Un gesto huero que acaba en simple rechazo.
La verdadera rebeldía nace en la conciencia, empieza –como escribe Camus –en el
momento en que el esclavo comprende su verdadera condición. Por eso importa la
cultura, y leer, y debatir, y reflexionar. Pero ese gesto de levantarse contra
la opresión que se sufre no radica en dejar de ser esclavo para convertirse él
mismo en amo, ni siquiera tiene como fin compartir las migajas del festín o el
calor del fuego. Tiene una finalidad mucho más profunda: cuestionarse la raíz
de su naturaleza, y con ella la del mundo que le aprieta, sus valores y los
valores que le rodean. Aunque esa reflexión le lleve a la trágica aceptación de
que la conciencia individual no esté en sintonía con la de sus congéneres. El
hombre que se quiere libre debe crear sus propios valores, negarse a aceptar lo inaceptable y sostenerse en lo
insostenible, aunque pierda con ello el aplauso de muchos y gane el
desprecio de bastantes.
Lo mismo
podría decirse del conflicto del mundo en armas, de los bandos en los que se nos
pide que formemos. Nos dicen cada día cómo debe
ser el mundo. Pero el rebelde prefiere imaginar cómo quiere que sea. Sospecha este hombre que la naturaleza de las cosas
no es simple, que sobran juzgadores e Inquisidores, demasiados golpes de pecho
que resuenan huecos porque tienen el corazón en otra parte. Los hombres se
alzan una y otra vez cuando se les niega algo que, en esencia les pertenece. Su
derecho a la vida, la opción de querer seguir un camino propio, legado de un
nacimiento libre. El verdadero rebelde no preserva su retaguardia pensando en
bienes o perjuicios, no calibra su fotografía en el momento oportuno, no
permite que el personaje sepulte a la persona. Lo pone todo en juego, y exige
con ello el respeto a sí mismo, y a la inteligencia que comparte con sus
semejantes. Qué clase de rebeldía extraña la que no soporta ver infligir a
otros ofensas que sufrimos nosotros mismos sin alzar la voz.
Malos son los
frutos del resentimiento. Nace con el corazón podrido aquel que no quiere
borrar las causas del dolor sino pasar de sufrirlo a infringirlo. En este
tiempo postmoderno donde la realidad se reduce a una idea maximalista, el
silencio no difiere de la alharaca, se burla la juventud y se aparta la vejez,
y se declara negativo aquello que revele nuestra condición y la legitimidad del
pensamiento propio. Conocemos la idea de nuestros derechos, los aupamos a
hipótesis y luego construimos un dogma con ellos. Pero realmente, ¿cuanto
conocemos de ellos, qué hombre sabe hoy a qué sabe su propia vida, el derecho a
un trabajo digno, ver crecer a sus hijos en paz, educar su conciencia y su alma
sin perversiones, tener un centro de salud donde no prime el interés económico?.
¿A qué sabe
esa libertad de la que tanto nos hablan?
Sabemos menos
de lo que creemos. Escuchamos una catarata de vocingleros, corremos de plaza en
plaza con nuevos sueños, que, siguen siendo los mismos. Y lo peor es que, les
creemos.
El Hombre en verdadera rebeldía reivindica
un orden humano en el que todas las respuestas sean humanas, escribe Camus.
No respuestas económicas, no respuestas geopolíticas, no respuestas espúreas y
traiciones mezquinas a la propia integridad ética, moral, intelectual.
Respuestas humanas, es decir razonablemente formuladas, imperfectas sin duda,
pero cercanas a resolver la pregunta. Toda interrogación, toda palabra es
rebeldía… Cuando es sincera.
El
padecimiento de un hombre, aquí, en Gaza, en Jerusalén, en California, en
Catalunya o en Alcobendas es el sufrimiento de todo hombre. Cuando lo
entendamos, cuando comprendamos que el dolor de un solo individuo es colectivo,
empezaremos la verdadera revolución.
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