lunes, 7 de abril de 2014

Antes de que se me olvide

Hoy es lunes y me he tomado el día libre. Nada de escribir, nada de entrevistas, nada de leer. Necesitaba un descanso tras un más que intenso fin de semana en el Festival Quais du Polar de Lyon. No tanto porque esté agotado (un poco) sino porque necesitaba un descanso para asimilar tantas cosas que me han pasado y que quiero escribir ahora, que ya anochece, antes de que se me olviden. Porque el olvido siempre acaba por llegar, de muchas maneras distintas. Olvidas, te olvidan, desapareces tal cuál eras si no tienes cuidado, y aunque lo tengas, siempre nos convertimos en otra persona, cada día morimos para nacer otra vez de un modo distinto.
Lyon es una ciudad hermosa sobre todo si puedes apreciarla desde un barco atracado en el Rhone. Ves la basílica iluminada en lo alto de la montaña, los puentes con sus farolas, los reflejos de los edificios en el cauce del río. A cualquiera le gustará, pero como ocurre con otras cosas, los paisajes también los inventa el corazón. Para mí esa visión es la de un sueño hecho realidad; sé que me recordaré a mí mismo mirando las ondas en el agua en esa noche preciosa del sábado desde la barandilla del barco, fumando y un poco apartado del bullicio de la fiesta en el interior, los escritores, los agentes, la prensa, los voluntarios, los traductores, los editores. La gente tiene ganas de divertirse, y hacen bien. Hay que celebrarse a uno mismo, a veces sin complejos. Tengo la impresión de que en mayor o menor medida todos los que están aquí se saben privilegiados, igual que yo. No importa cuán famosos sean, cuantos cientos de miles de libros vendan cada año, en cuántas lenguas son traducidos o cuántas de sus obras han llevado al cine. Desde J. Ellroy a Pelecanos, pasando por un servidor, nos sentimos felices de estar entre aquellos que sueñan.
Y es que no puedo sacudirme esa impresión. Es un sueño hecho realidad, un sueño que vivo con los ojos muy abiertos, con un punto de incredulidad de la que a veces me hace sonreír. Me siento a la mesa con personas que quieren hablar de libros, sí, pero de cosas comunes sin esperar admiración o adulación, que desean ser tratadas con el respeto que merece cualquiera, sin mentiras ni paripés agotadores. Llaman a esto ambiente "convival" y lo es. Me río porque me apetece, escucho con interés porque me apetece, opino porque me importa lo que digo. He vivido ambientes así entre los amigos de Madrid y también con los amigos de Cuenca, y esto, siendo lo mismo es inmensamente más grande.
Cuando bajaba las escaleras del Instituto Lumière para presentar mi exposición y vi el cine con tantísima gente aplaudiendo recordé un momento la primera vez que vine aquí, en el 2012 cuando me otorgaron el Prix du Polar. Solo han pasado dos años, pero es como si hubieran pasado diez: tantas cosas, tantas experiencias, tanta gente. Ver que se acordaban de mí, que no les importa que hayas olvidado sus nombres o sus caras, que son felices de tenerte un poco en "casa" me puso un nudo en la garganta que por suerte nadie notó. Cuando entro en una sala para dar una conferencia (y di cinco) y compruebas que hay cerca de doscientas personas esperando pacientemente, y que muchas se quedan fuera porque el aforo está completo, me entra un cosquilleo de amistad hacia estas personas, me obligo a dar lo mejor de mí, una y otra vez, sin indolencia ni falsas payasadas para agradar, sin caer en lugares comunes para cubrir el expediente. Y lo mismo sucede (os lo prometo) con los otros ponentes con los que compartimos debates. habla y miro a estas personas sentadas que me escuchan en una lengua que no es la suya, siento su respeto y pienso que les debería dar las gracias, uno por uno. Ellos no son conscientes, pero me hacen el hombre más feliz de la tierra.
Cuando firmo libros y hay una pequeña aglomeración ( no tanta como la de uno de los grandes que están a mi izquierda y a mi derecha) me inquieto porque no sé cómo dedicarle a cada persona el tiempo que merece por su espera, por sus ganas de leerme, de contarme. Le he firmado a la esposa de un escritor buenísimo que estaba un poco más allá y ni siquiera pude darle las gracias. Me he encontrado a muchos amigos y no he podido compartir con ellos más que un pitillo rápido o un café a la carrera, nunca con la sensación de que sea suficiente ni para ellos ni para mí. Y todo el mundo entiende que así son las cosas.
A última hora, me escapo un momento para descansar y me acompaña la encargada de prensa de mi editorial en Francia. Enciendo un cigarrillo y nos tomamos un café en silencio. Nos miramos, y de repente nos echamos a reír, de felicidad. Ella, que tiene toda la experiencia del mundo siente lo mismo que yo. Hace dos años que empezamos esta historia. Solo dos años. 
Le digo que no quiero perder la sencillez, que quiero seguir siendo yo. Me dice que no soy simple; sonrío; no, no soy simple, intento explicarle la diferencia pero aún me falta vocabulario. Me encojo de hombros, me dice que esté tranquilo. "Tout va bien"
En el avión pienso en mis padres, en mi compañera Lola a la que empiezo a echar de menos después de tres largas semanas. Pienso en los amigos de Mossos, en los amigos nuevos, en la gente que poco a poco me voy sacudiendo de encima sin miedo. Sí, me digo, mientras descendemos de regreso a Toulouse. "Tout va bien"
Estoy a punto de presentar una nueva novela en España. Mi madre me regaló el don del presentimiento (los que me conocen ya lo saben) y sé que esa frase, por fin, va a traducirse al español: Todo va bien. Y cuando me entre el vértigo, el miedo por si, una vez más, no lo logro en casa,  pensaré en ese río bajo la noche del Quais du Polar.

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