domingo, 30 de marzo de 2014

Diario de una estancia en la memoria. Día III

Tengo pocos libros dedicados, en realidad muy pocos. No tengo especial interés en las rúbricas. Pero, si hay uno que ocupará en adelante un lugar preferente en mi biblioteca será el de Mariano. La letra no parece salida de una mano, diestra, que maneja entre los dedos 102 años. Apenas tiembla cuando, apoyado sobre sus delgadas piernas escribe: "Para Víctor del Árbol, avec un tres forte souvenir" y luego una firma amplia, sin complejos pero que vuelve al final hacia el punto de origen, trazando un tachón sobre la M. Quien sepa de caligrafía, de estudio de rúbricas, le encontrará tal vez un sentido simbólico a ese ir y volver, como al hecho de que la dedicatoria empieza en español y termina en francés. Metáforas.
Mariano me recibe a pie de su hermosa casa, a las afueras de Albi. La acompaña su hermosa compañera, una dama de 80 y muchos que me planta en las manos enseguida un artículo de La Depeche donde aparece mi fotografía. Bruno Vargas, excelente profesor de Historia en la Universidad de Albi y escritor experto en el Exilio y en Política española ha sido el propiciador de esta entrevista. Él y Mariano se saludan con un cariño ya asentado por el conocimiento. Tomamos asiento en un salón precioso, repleto de recuerdos, la casa tiene los techos altos con vigas travesañas de madera y por todas partes hay recuerdos de viajes, fotos, artesanías y libros. Muchísimos libros. Me cuenta la compañera de Mariano que son grandes viajeros y que hasta hace muy poco, siempre que podían se escapaban a cualquier parte del mundo. Mientras me habla, en francés, nos sirve un café en unas tacitas con asa dorada que me traen el recuerdo de mi casa siendo niño. También un pedazo de tarta de manzana que está prohibido rechazar.
Sin embargo, apenas probaré bocado en la siguiente hora y media. Mi boca, entreabierta solo tendrá espacio para el asombro al escuchar a este hombre bueno y decente.
Mariano Marcos usa audífono en ambos oídos y se vale de un bastón, el cuerpo se le dobla hacia la tierra inexorablemente, pero lo hace con esa dignidad tranquila de los grandes olivos de la Vega, dueño de su tiempo, sin dudas, sin rencores, sin miedo. Se le entiende perfectamente y altera a su gusto el francés y el español, según le vienen los recuerdos. Yo tengo que alzar un poco la voz, pero apenas le pregunto; me limito a escucharle en presencia de su amigo Bruno. Había traído una lista de preguntas; inútil. Mariano no se somete a mi cronología, tiene el derecho de ser dueño de su memoria y su relato, elige dónde empezar y dónde parar. Así que me habla del Madrid de Primo de Rivera, de su padre (se emociona y calla) de la calle del Pez donde nació, de los estudios de Arquitectura. Lúcido, con humor, un punto de socarronería sabia de quien comprende cuán inútiles son ciertas cuitas, ciertos avatares. Poco a poco se dirige a los años crueles, a su paso, a su ritmo. Se nota que le cuesta, que ha hecho un ejercicio de olvido y otro de memoria. A veces llora, moquea un poco, la piel de los hombres pierde densidad con los años y ya no les avergüenza la pena. Me habla de su gran amigo Gallo, el dibujante "Le Coq", me muestra caricaturas de los campos Sepfons y de otras partes que hacía él mismo, luego salta adelante: su labor como arquitecto en Francia, su posibilidad perdida de haber embarcado a México porque era militante de IU...Vuelve atrás y me dice que él no fue a la guerra, la guerra lo atrapó y le hizo capitán de ingenieros, la batalla del Ebro haciendo pontones, la retirada, Barcelona, Figueres, la frontera...
Se acuerda de las ratas, las había a miles y provocaban tifus. Los gendarmes les daban 25 cm por rata muerta y la contabilidad se hacía cortándoles el rabo. Se puteaban entre ellos echándose ratas muertas, eran jóvenes, me dice, se aburrían y se gastaban bromas a veces pesadas. Me cuenta muchas cosas, terribles que me caen en el corazón una y otra vez como patadas.
Pero él se recupera, me cuenta que le fue bien, que sus hijos pudieron crecer y progresar. Le queda la pena de los años de cárcel de su padre en España que terminó por matarle, le acusaron de comunista (no lo era): solo era una buena persona que ayudó a un amigo.
Él no cree en la política, pero no es cínico. Discute amistosamente con Bruno sobre el papel de Largo Caballero y Manuel Azaña (él es azañista). Dice que ha tenido amigos de todos los pensamientos, a algunos los recuerda, a otros no. A veces hay lagunas en su discurso, su mirada se va hacia la ventana desde la que se ve un bonito jardín. ¿Piensa? ¿recuerda? ¿O solo hay quietud? Siento que se está agotando, que la repetición de algunas cosas es un bucle, me contesta de cosas que no le pregunto. No quiero molestarle más, no quiero que los recuerdos le pesen o le ocupen más de lo necesario. Nos despedimos en la puerta, me estrecha con su mano de sarmiento. Cuando voy a marcharme, no puedo evitar una última pregunta: Mariano, usted que ha vivido tantas vidas, trágicas y buenas, ha sido feliz? Me sonríe como un niño inocente, sus ojos se achinan y se llenan de un brillo que duele: OUI, remacha sin duda. Sin duda. 

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