lunes, 25 de noviembre de 2013

La nieve entre Pau y Toulouse: I (Pau)

Los escritores no somos estrellas del cine, ni cantantes del Pop, y, en general, tampoco demasiado mediáticos. El anonimato suele acompañarnos en los aeropuertos y en los lugares por donde transita la vida más allá de los ámbitos literarios. Por eso me resulta un poco extraño ver llegar a la puerta de embarque, rumbo a Toulouse, a Carme Riera, a Jaume Cabré y a Sebastià Alzamora y mezclarse entre el resto de pasajeros que esperan validar su tarjeta de embarque. Obviamente, yo sí los reconozco pero por ahora disfruto del anonimato de ser un desconocido para ellos. Hasta que llegamos a destino y allí, ante la chica de la organización que nos espera, ya no es posible ese observar sin ser observado. Toca presentarse.
Empieza a nevar en Toulouse, y mientras ellos se dirigen al hotel, yo voy directamente a la Gare de Toulouse para tomar un tren con destino a Pau, donde me esperan para una charla. Nos veremos mañana, nos despedimos, aplazando parabienes en catalán y en castellano con el grupo de escritores.
Entre Pau y Toulouse hay dos horas y media de viaje que dan para mucho: repasar brevemente lo que diré cuando presente "Respirar por la Herida", leer a Gunter Grass, y sobretodo, contemplar  el paisaje. Rumbo a los Pirineos Atlánticos el tren se desliza sin la urgencia de un TGV sobre esbozos cada vez más rurales, donde la nieve empieza a acumularse como en una sucesión de postales. Caballos que se quedan quietos, petrificados en un pasto blanco, y que de no ser por la humedad de sus respiraciones parecerían estatuas; un perro que corre paralelo a la vía, chimeneas que elevan columnas de un humo grisáceo, bueyes que medran bajo los copos que caen insistentemente. Apoyado en el cristal veo esta naturaleza perfecta sin presencia del Hombre (ni una sola alma) y pienso en otros paisajes, vistos por otro yo, en otro tren, cuando era posible bajar las ventanillas y notar el aire en la cara, y se podía fumar en los pasillos.
La gente entra y sale, cambian las caras en cada estación. En Tarbes suben tres chicos jóvenes, efervescentes, con indumentaria de skins heads, la música del móvil a todo trapo; necesitan hacerse visibles, están en esa época. Los dos chicos discuten sobre los skins heads de izquierdas y los rapados fascistas. Ellos se dicen de los primeros y tratan de impresionar a la chica que los acompaña. Sonrío ante esa verborrea identitaria y de pertenencia; no recuerdo a qué tribu pertenecí yo, si fui gregario o solitario. Se me pasa el enfado invasivo de la música, intento entenderla y les presto atención a través de sus reflejos en la ventanilla. Creo que esa chica se irá en pos de otro príncipe azul sin toda esta parafernalia de botas y bombers.
El tren aminora para atravesar el estrecho paso de Lourdes. Los pirineos están nevados y el santuario asoma a mi izquierda. Casi siento una punzada de añoranza, cuando yo era voluntario brancadier, y traíamos a los enfermos desde Barcelona en un convoy de feligreses. Tenían fe en estas aguas y en estos ritos. Y a mí me parecía algo hermoso ver cómo la gente se aferraba a su deseo de Creer. Ahora tengo la sensación de transitar por un territorio extraño, silencioso, alejado de mí, como aquellos días.
Llegamos a Pau y me espera en la calle Jean Jacques. Es el librero de Tonnet, y la primera vez que nos vimos me mostró con orgullo el acta fundacional de su librería, una de las más antiguas de Francia. No lo he olvidado, como tampoco que, gracias a un regalo suyo, descubrí a un escritor extraordinario francés, Echenoz. Las amistades que perduran son las que se construyen despacio, desde el respeto, y no desde la utilidad. No he venido aquí a trabajar (no solo) sino a compartir con buenos amigos el calor y la hospitalidad, los libros y nuestras vidas. Sin mucho tiempo para dejar la maleta en el hotel Continental, caminamos hacia la librería donde me reencuentro con la bellísima Marie, que me acompañará dando significado a mis palabras para el público francés con su inextinguible acento de Sonora, México. Tengo la suerte de saludar a su esposo, qué tipo afortunado, y a su preciosa hija que era solo un bebé y ahora es una pupée que solo tiene ojos.
La presentación - charla es magnífica, en un diván, como si no tuviésemos prisa, no la tenemos, y solo nos uniera el placer por el departir. Jean- Jacques, que habla español con una fluidez de la que no se siente seguro (y que ya me gustaría a mí para mi francés) conduce el encuentro con muchas horas de vuelo, yendo y viniendo como si lo hiciera por una carretera cuyas curvas (yo y mis precipicios) conociera perfectamente. Me fijo en su corbata negra y brillante, estrecha al modo de los Beatles y sonrío al pensar en los chicos del tren (sería yo un mood? no, diría que no) Firmo libros, buscando cada frase en el momento, con esa impresión de ingravidez, de perfección algo burguesa, verde de prado y nieve de alta montaña que contornea Pau (que jamás fue País Vasco francés, pese a mi despiste de rivalidades amistosas a lado y lado de la frontera)
Reconozco a la bulliciosa e inteligentísima Anik, la profesora que me cuidó tanto la primera vez, pero he olvidado su nombre (que no a ella) y Marie, discreta, me lo dice al oído. Y con el nombre vuelve, instantáneamente, el recuerdo de la vivencia.
Cenamos juntos en un lugar extraordinario, antiguo palacio inglés del XIX donde los gentlemans y las ladys se reunían con ánimo de guetto en sus vacaciones. La cultura se ha adueñado definitivamente de este viejo espacio privado que Jean Jacques me muestra con tal asombro que es imposible no entusiasmarse, sala tras sala, y me pregunto cómo consiguen ciertas personas hacer algo con esa sensación de inocencia a pesar del tiempo que pasa. Me quedo cosido al escenario donde toca la orquesta de Pau, música Yiddish de cámara. En el momento que entramos por una puerta lateral, el escenario es dominado por una violinista de pie y yo me voy a mi Gloria y su Stradivarius.
La cena con los demás salta de los libros a la educación, de la educación a los valores de la juventud, de los valores a nosotros, a nuestras vivencias, viajes e ilusiones.
Siento un poco de tristeza cuando me dejan en el hotel. Uno siempre quiere más en Pau, prolongar los encuentros, las lecturas, la música, los paseos...Subo a mi habitación en la última planta, una cama magnífica, un lujo de habitación con vistas.
Fue justo en esta planta donde el dueño del Hotel escondía a familias judías durante la ocupación nazi. La heroicidad es de por sí enorme. Pero cobra tintes épicos cuando me entero, de vuelta a la estación la mañana siguiente, de que en la segunda planta de este mismo hotel, la Gestapo tenía instaladas sus oficinas provinciales.
Los héroes siempre se van en silencio, desdibujados quizá como la máquina de tren que entra en vía bajo la niebla para llevarme de vuelta a Toulouse.
Pero ese camino de regreso, os lo contaré mañana.

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