lunes, 14 de octubre de 2013

Voilà le Polar I: Salon du livre à Gaillac

Existen paisajes sobre los que la mirada pasa de puntillas. Gaillac se desliza hacia abajo entre callejuelas que solo son un laberinto aparente (se aprenden pronto) hasta derramarse en el río Tarn. Naturalmente, la atención se vuelve hacia la preciosa abadía que se asoma a sus aguas verdosas. Es imponente, como lo son las construcciones hechas para albergar a Dios. Pero Dios, seguramente, prefiera cruzar el río por el puente de piedra al otro lado de la orilla: Gaillac se acaba de pronto, como si le asustara alejarse de la sombra protectora de esas torres de ladrillo con sus almenas y su jardines y sus rezos. La carretera se adentra en la campiña, entre vides retorcidas y secas, y a poco, aparece una verja. Larga, con una pequeña edificación de pared encalada, pasa de largo si no se sabe que existe. Ahora es una finca bucólica y pastoril, de altos muros y acceso privado. En 1942 los muros eran más altos aún, y coronados con serpentinas de alambre donde las manos se aferraban mirando hacia el Tarn, hacia la abadía, al otro lado, lejos, demasiado para que los habitantes pudieran remover sus conciencias con los gritos de los allí encerrados. Allí, tras esa verja, había un campo de concentración. Hoy queda el silencio, extraño, ausente, mientras llueve. Franceses, españoles, homosexuales, artistas, judíos, musulmanes, cristianos, hombres, mujeres flotan en silencio sobre las copas de estos árboles que se adivinan desde la carretera.
Me acerco al río, contemplo las ondas de la lluvia, y siento su frío, su tristeza. Una mujer me cuenta que su madre era española, y que ella llegó aquí en 1939, con tres años. Apenas balbucea el español, y se disculpa conmigo, como si yo tuviera el poder de perdonar lo que sea que necesite hacerse perdonar. Al final, me cuenta que su padre le prohibió a su madre hablar español. España estaba muerta para ellos; pero su madre cantaba boleros en la cocina, solo cuando estaba triste, solo cuando pensaba que nadie la oía. Boleros y lluvia, memoria y silencio, mientras camino, bordeando el río, al encuentro de lectores y amigos en el interior de la casa del Arzobispo. Los hombres arden en sus vanidades, y donde antes hubo oscuridad y olor a velas, ahora luce la risa, el bullicio, los escritores, los niños que tocan los libros, los libros que se dejan acariciar sin miedo. Ha salido el sol, y firmo libros, comparto, procuro estar contento, pero no puedo evitar que la mirada se me vaya al otro lado del río. ¿Quién ha puesto esa ventana ahí?
Pasan las horas, y los días se hacen nudos con las noches en Chez Paulette. Al amanecer de los insomnes siempre nos espera un milagro. La hierba mojada que rodea la casa, el crujido de sus vigas, el silencio de un café en la cocina mirando cómo Roberto, el patrón, trabaja, imaginando a la señora Paulette preparando un desayuno de emperador para nosotros, los que inventamos mentiras para poder narrar la verdad.
Pasean por la lengua las últimas canciones de Gardel escuchadas con Carlos Salem. Sus consejos, su anecdotario inagotable de un hombre, Gardel, que decidió ser mito y leyenda. Cómo se impone el bello dolor de esas letras cuando la ginebra se agota en medio de un pueblecito francés.
Hay rincones para la fotografía en chez Paulette, una bicicleta con flores, ventanales de madera pintados de azul, inmensos árboles donde los pájaros le quitan las legañas al sol...Yo prefiero mojarme los zapatos y alejarme entre los prados, saboreando este pensar tranquilo, antes de que vuelva el ruido cotidiano.
Llegan más escritores a la casa y la literatura se hace dueña y señora de nuestras conversaciones. Mi francés fingido se esconde bien mientras escucha y comprendo que, de un modo u otro, todos hablamos de nosotros mismos. Y eso, "cada vez es más difícil" como dice Marcus Malte.
Quedará para el recuerdo la visita al museo Toulouse Lautrec justo el día y la hora en que Noé decidió devolvernos al Diluvio sin paraguas, empapados mientras la dama del diván japonais me mira con su expresión petrificada y me llama tonto. Albi truena desde sus altas torres, y los Perfecti, los illuminatti, los cátaros pasean sus caballos fantasmales entre los jardines y las callejuelas adoquinadas. Pero yo querría ir corriendo a Cordes sur-ciel, subirme a lo alto de la colina y ver lo que veían los ojos de Camus. Todo, comprenderlo todo.
Las nochas de risas sinceras no entienden de idiomas ni de países o límites. Las noches son para reírse de uno y con uno, atisbar los oscuros callejones, burlarse de lo divino y de lo profano. No tomarse en serio más que cuando lo necesitamos. Escribir a las tres de la madrugada, mientras la noche empieza a despedirme de Gaillac. Y una frase, que tras una conferencia en la Universidad cerrada con el poema de Blas Otero, me queda flotando en la cabeza, hasta el insomnio. "¿Quién puso el desasosiego en nuestras entrañas?"
Me despido de Gaillac cuando el rojo empieza a ceñirse sobre sus casas, con chez Paulette rebautizada en chez de Puta Madre entre las risas de nuestros anfitriones.
Un hombre elegante, político profesional que siempre fue profesional de lo cercano me cuenta en la autopista la congoja de ver cómo Europa es cada vez más quimera.
No sé porqué, le sonrío y le digo que las cosas van a cambiar, que los ciudadanos vamos a imponernos a los burócratas, los banqueros y los ladrones de sueños. Me mira con afecto sincero. Sonríe, y centra su mirada en la carretera. Eres un soñador, me dice.
Me muerdo la lengua para no recitarle a Calderón. Llegamos a la ciudad rosa.
Mañana, Toulouse.

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