lunes, 20 de mayo de 2013

Deshaciéndose

Dicen los que saben que estas lluvias tardías pueden estropear los sembríos, que las últimas heladas pueden malbaratar los frutos incipientes de los árboles. También dicen, aunque eso ya lo veo yo, que como en la vida, el exceso es tan dañino como la falta. Metáforas.
Seguramente, los ríos no bajan en la hoz de Cuenca con este brío para que yo me sienta poeta. El paisaje y sus grietas están ahí antes que mis intenciones. Pero qué quieren que les diga, puestos a llover en primavera, que sea en Cuenca, a las cinco y media de una madrugada que me sorprende, desprevenido, caminando a solas hacia mi posada. Las luces de las farolas se hacen más certezas cuando son atravesadas por tanta lágrima, y no puedo evitar quedarme clavado como un pasmarote intentando entenderlas. Corre el río detrás de mi espalda y la noche se empieza a arrugar en los cerros por encima del casco antiguo. Sí, llueve, y hace frío, y tengo sueño. Pero me siento en el murete de piedra a fumar, mientras poco a poco voy deshaciéndome hasta convertirme en sensaciones, que es mucho mejor que terminar siendo pensamiento de madrugada, esa hora tan incierta en quien vive de las palabras y de sus escondites traicioneros. Me evoca el amanecer poemas que escribo a hurtadillas de mi sentido común, escenas difusas de una futura novela, donde yo seré parodia de este que aquí empapado no siente nada para sentirlo todo. Y de repente pasa, como siempre: ahí está, el jodido corazón latiendo, negándote la huida de convertirte en párrafo.
Evocar niñeces en una tierra sin vínculos conmigo, preguntándome si alguien desde las ventanas estará mirándome y preguntándose lo mismo que yo: ¿qué hace este loco ahí, tan solo y a la vez tan acompañado? Deshacerme, repito.
Malditas las camas extranjeras, que sean de flores o de tomillo, te hacen evocar en el momento menos propicio la libertad de tu celda, esa celda que tiene nombre de mujer, durmiendo a la otra orilla de tu vida, a la que siempre vuelves cuando el viaje se hace excesivo. Crueles y egoístas, así somos los marineros. Cambiamos besos y sonrisas por una historia de krákens que cazamos una vez en un mar, al que nunca fuimos.
Maldito el insomnio que te empuja fuera de las paredes para ver lo que no está detrás de los párpados cerrados.
Noche de Cuenca, envuelto en tu manto.
Alegrías que se necesitan porque al otro lado está el abismo. Corramos, como corren los niños. Felices, porque así lo hemos decidido.
Las palabras, los libros, las teorías, las fantasías, las risas y los abrazos...todo se deshace en esta hora de sentir.
Será luego, retrocediendo la Mancha en la ventana de un tren que es una bala, cuando vea esa imagen de un toro miura embistiendo el aire con las pezuñas alzadas como un caballo ante la burla chulesca del torero. Será viendo los campos verdes echados a perder por las lluvias tardías, pero tan hermosos desde los ojos de quien no los araña, que sentiré esa triste hazaña del toro de la fotografía: todo ojo, "todo Picasso" diré y mis compañeros de vagón me mirarán con extravío, sin entender a qué esa rabia seca que brilla en lo esforzado pero inútil. Porque el toro va a morir a manos de quién no merece tener esa "suerte" en sus manos. Así mueren los tritones de mi mar, así el Minotauro encerrado. Con valentía, pero sin remedio.
¿Qué me deja esta ciudad lejana e imposible cada vez, que cuando vuelvo, mi orilla de siempre me pregunta en qué arrecifes ando navegando?
"La vida, que ha estado hablando conmigo" me desbarro. Y otra vez, esa mirada de silencio en los rostros de quien quiere escucharte pero no puede. Guardo la maleta y arranco. Conduzco bajo la lluvia camino a casa, pero esta lluvia no me desdibuja, no me hace acuarela.
Ya no.

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