
Llego preparado para la lluvia y el frío y en lugar de ello me encuentro con un cielo hermoso, moteado de pequeñas nubes que parecen legañas. "Tú nos has traido el sol del Mediterráneo", me saluda el primer entrevistador de esta tour de force de dos días y una docena de entrevistas. Sonrío, porque nos encantan las mentiras cuando nos favorecen.

La calidad del aire es excelente, dice un cartel luminoso, en euskera, ese lenguaje que me resulta árido y misterioso. Mi oído se agudiza al escuchar conversaciones en esta lengua. Me evoca un tiempo de magia, de montañas y valles aislados, pero lo hablan chicos y chicas con gorras a lo Justin Bieber y zapatos de plataforma.
Los contrastes destruyen el mito, aunque es verdad que la lubina está buenísima y que el pincho es el plato de la casa, que la gente se acoda en las barras y que San Mamés ya no ruge porque está viejo y el nuevo estadio todavía no tiene acabado el anfiteatro donde rugirán las futuras fieras. Hablando de fútbol, en los bares de alrededor del hotel hay montones de pequeñas capillas en forma de tascas con sus santos con camiseta del equipo. A Llorente no, me espeta un camarero. Ese nos traicionó.
Y entonces, mientras charlo con mi segunda entrevistadora en TV, comprendo que no todo se lo ha llevado el viento que ruge y ruge. ¿Porqué es tan difícil perdonar? me pregunta, ¿porqué es tan difícil dejar atrás el dolor, también de los pueblos? Y comprendo que, extraño en esta tierra, no tengo derecho a pisar según qué callos. Y es al salir que miro a los balcones y veo, todavía, sábanas con alguna pancarta, flechas negras indicando el camino a Euskadi. La gente quiere vivir, necesita vivir, pero no siempre la dejan hacerlo.


Quedan las conversaciones privadas paseando por los Capuchinos, las sensaciones de calor afectuoso con los libreros, el orgullo todavía virgen e ingenuo de ver tus novelas en un escaparate o en el aeropuerto. Más entrevistas, y la noche en un doceavo piso contemplando la torre de Iberdrola y el juego de luces de sus cientos de ventanas. Pienso que es como una de esas construcciones que hacen las termitas del desierto. Condenada a desaparecer. Estúpidas arrogancias humanas.
Volvemos al aeropuerto al día siguiente, y el viento ya no me parece tan fuerte, será que me he acostumbrado. En la puerta de embarque una azafata muy amable nos pide que abordemos el avión por filas. No hay prisa, no se irán sin nosotros. Pero inevitablemente un tipejo con corbata y traje carísimo, calvo de coronilla y con esos repugnantes pelos rizados y engominados a lo ejecutivo sin escrúpulos se cuela delante y ocupa su asiento, satisfecho, como si fuésemos imbéciles y él el más listo de la clase. Lo miro con desprecio y digo en voz alta que todos llevamos un Urdangarín dentro: pequeños corruptos, espabilados, listillos... Nos gusta estar por encima de todo y de todos, aunque sea tan absurdo como colarnos en un avión que no se irá sin ninguno de nosotros. El tipo soporta sin rechistar mi comentario. Alguien me aconseja que lo deje correr. Todo el mundo aconseja lo mismo en este País. Déjalo correr.
Cuando estamos embarcados, el comandante nos dice que ha habido un problema con una rueda y que debemos desembarcar mientras lo arreglan. La gente se queja, insulta y maldice. Yo miro perplejo a una chica y nos reímos. ¿Qué quieren? ¿Que nos matemos aunque salgamos a la hora?
Cuando por fin despegamos una hora y media más tarde, nos dicen que llueve en Barcelona, y que tenemos el viento de cola. Claro, otra vez en cola, donde voy sentado. Nueva metáfora.
Me concentro en la frase de Larra. Escribir en España es llorar. Creo que ya sé a qué se refería, pienso mirando la calva del españolito satisfecho que le pide una bebida a la azafata que piensa pagar con la tarjeta de la empresa. El mismo País, señor Larra.
Pues sí que es un pecado no haber ido al País Vasco.
ResponderEliminarYo he ido muchas veces y pienso repetir muchas más. No sé, me da una paz que no encuentro en otros sitios. Será el verde de sus campos.
Y no veas con la odisea. Uf, para no volverse a subir.
Y el tipo famosete, jajajaja. Está lleno de fantasmas el mundo.
Un abrazo.
Es verdad que sorprenden las montañas tan encima de la ciudad, con las cumbres espolvoreadas de nieve. Y que la gente tiene ganas de hablarte de su tierra con orgullo sano. Lo del avión, para qué decir más, y lo del famoso tuvo su punto divertido. Abrazo David
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