miércoles, 6 de marzo de 2013

Vuelo de cola

Hace unos días, un lector me citó a Larra: "Escribir en España, es llorar" La frase tiene muchas lecturas, y en ellas andaba dando vueltas cuando aterrizamos en el aeropuerto de Bilbao. Los que ya son expertos en estos vuelos se congratulaban de las pocas turbulencias que habíamos atravesado pero a mí, que era la primera vez que visitaba el País Vasco (pecado que pienso enmendar), el viaje me ha parecido de lo más movidito. Será cosa de que si no pagas reserva de asiento te mandan a la cola y allí el viento se nota más. Metáfora de muchas cosas.
Llego preparado para la lluvia y el frío y en lugar de ello me encuentro con un cielo hermoso, moteado de pequeñas nubes que parecen legañas. "Tú nos has traido el sol del Mediterráneo", me saluda el primer entrevistador de esta tour de force de dos días y una docena de entrevistas. Sonrío, porque nos encantan las mentiras cuando nos favorecen.
No sé qué Bilbao tenía yo en la cabeza, el de las grúas en el Nervión, el de los rostros crispados, las pancartas pro presos, las furgonetas de los beltzas, el de una vieja novela de Juan Madrid. Pero a pronto que atravesamos el último túnel que baja hacia la ría descubro mi error de percepción. El museo Gughengeim, que desde lejos me parecía una lata de sardinas mal abierta, resplandece con sus doradas alas, hermosamente posado sobre el pasado como una flecha que mira adelante. Las avenidas están animadas, la gente parece que tiene ganas de echarse a la calle para secarse después de tantos días de lluvia. El viento que viene del mar sigue soplando con una virulencia a la que nadie  hace caso, como si ese ronquido fuera el de un monstruo domesticado y convertido en mascota.
La calidad del aire es excelente, dice un cartel luminoso, en euskera, ese lenguaje que me resulta árido y misterioso. Mi oído se agudiza al escuchar conversaciones en esta lengua. Me evoca un tiempo de magia, de montañas y valles aislados, pero lo hablan chicos y chicas con gorras a lo Justin Bieber y zapatos de plataforma.
Los contrastes destruyen el mito, aunque es verdad que la lubina está buenísima y que el pincho es el plato de la casa, que la gente se acoda en las barras y que San Mamés ya no ruge porque está viejo y el nuevo estadio todavía no tiene acabado el anfiteatro donde rugirán las futuras fieras. Hablando de fútbol, en los bares de alrededor del hotel hay montones de pequeñas capillas en forma de tascas con sus santos con camiseta del equipo. A Llorente no, me espeta un camarero. Ese nos traicionó.
Y entonces, mientras charlo con mi segunda entrevistadora en TV, comprendo que no todo se lo ha llevado el viento que ruge y ruge. ¿Porqué es tan difícil perdonar? me pregunta, ¿porqué es tan difícil dejar atrás el dolor, también de los pueblos? Y comprendo que, extraño en esta tierra, no tengo derecho a pisar según qué callos. Y es al salir que miro a los balcones y veo, todavía, sábanas con alguna pancarta, flechas negras indicando el camino a Euskadi. La gente quiere vivir, necesita vivir, pero no siempre la dejan hacerlo.
El momento divertido llega en los pasillos de un medio. Me cruzo con un personaje muy famosode esta farandula que, como yo, ha venido a hacer promoción de lo suyo, me lo presentan, le felicito por sus dotes que admiro sinceramentey le comentan que soy escritor, el autor de la Tristeza del Samurai y de Respirar por la Herida. El hombre se debe haber sentido obligado a conocerme, y exclama con esas dotes que tanto admiro: sí, hombre, sí. Leí La Tristeza del Samurai y me encantó. Lo miro con una perplejidad sonriente ¿estás seguro? Sí, hace, al menos ocho o nueve años. Me río con muchas ganas, sin ánimo de hacer daño y le agradezco ese esfuerzo innecesario. A veces no se sabe desligar el personaje de la persona. Pero con un punto de ironía le digo que hace nueve años, La Tristeza del Samurai ni siquiera existía en mi atribulada cabeza.
Tengo tiempo de sentarme en una cafetería a escribir. En ocasiones los mecanismos de la imaginación se desatan y hay que aprovecharlos, quiero atrapar algunas ideas, los perfiles todavía difusos de una historia que persigo desde hace tiempo, y sigo con mi frase de Larra. Al poco empieza a llover despacio, avisando, y un gotarrón me mancha el papel, pero no me muevo, terco, y la nube pasa.
Quedan las conversaciones privadas paseando por los Capuchinos, las sensaciones de calor afectuoso con los libreros, el orgullo todavía virgen e ingenuo de ver tus novelas en un escaparate o en el aeropuerto. Más entrevistas, y la noche en un doceavo piso contemplando la torre de Iberdrola y el juego de luces de sus cientos de ventanas. Pienso que es como una de esas construcciones que hacen las termitas del desierto. Condenada a desaparecer. Estúpidas arrogancias humanas.
Volvemos al aeropuerto al día siguiente, y el viento ya no me parece tan fuerte, será que me he acostumbrado. En la puerta de embarque una azafata muy amable nos pide que abordemos el avión por filas. No hay prisa, no se irán sin nosotros. Pero inevitablemente un tipejo con corbata y traje carísimo, calvo de coronilla y con esos repugnantes pelos rizados y engominados a lo ejecutivo sin escrúpulos se cuela delante y ocupa su asiento, satisfecho, como si fuésemos imbéciles y él el más listo de la clase. Lo miro con desprecio y digo en voz alta que todos llevamos un Urdangarín dentro: pequeños corruptos, espabilados, listillos... Nos gusta estar por encima de todo y de todos, aunque sea tan absurdo como colarnos en un avión que no se irá sin ninguno de nosotros. El tipo soporta sin rechistar mi comentario. Alguien me aconseja que lo deje correr. Todo el mundo aconseja lo mismo en este País. Déjalo correr.
Cuando estamos embarcados, el comandante nos dice que ha habido un problema con una rueda y que debemos desembarcar mientras lo arreglan. La gente se queja, insulta y maldice. Yo miro perplejo a una chica y nos reímos. ¿Qué quieren? ¿Que nos matemos aunque salgamos a la hora?
Cuando por fin despegamos una hora y media más tarde, nos dicen que llueve en Barcelona, y que tenemos el viento de cola. Claro, otra vez en cola, donde voy sentado. Nueva metáfora.

Me concentro en la frase de Larra. Escribir en España es llorar. Creo que ya sé a qué se refería, pienso mirando la calva del españolito satisfecho que le pide una bebida a la azafata que piensa pagar con la tarjeta de la empresa. El mismo País, señor Larra.

2 comentarios:

  1. Pues sí que es un pecado no haber ido al País Vasco.
    Yo he ido muchas veces y pienso repetir muchas más. No sé, me da una paz que no encuentro en otros sitios. Será el verde de sus campos.

    Y no veas con la odisea. Uf, para no volverse a subir.

    Y el tipo famosete, jajajaja. Está lleno de fantasmas el mundo.

    Un abrazo.

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  2. Es verdad que sorprenden las montañas tan encima de la ciudad, con las cumbres espolvoreadas de nieve. Y que la gente tiene ganas de hablarte de su tierra con orgullo sano. Lo del avión, para qué decir más, y lo del famoso tuvo su punto divertido. Abrazo David

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