domingo, 24 de febrero de 2013

El Rey ilustrado


Carlos III mira petrificado desde su ecuestre momento el corte del tiempo. Soporta con estoicismo las meadas de perro en la base del pedestal que le aleja del suelo y las cagadas de paloma sobre su guerrera de privilegios pasados. Por suerte aquí no hay mar ni vertedero que atraiga heces mayores a bordo de una gaviota.
Paseo por Sol entre petos verdes de Compro Oro y acentos cubanos. Me pregunto qué pensará un habanero que termina repitiendo como un loro sin ganas el mismo eslógan publicitario en el vomitorio del metro, hora tras hora, día tras día. Hay que comer.
Todavía tengo presente la imagen del viaducto, tal vez porque no la esperaba, esa escena más propia de una película de Los Ángeles, apocalíptica. Decenas de hombres y mujeres bajo mantas y plásticos, sudarios a la intemperie entre ríos nerviosos de circulación.
Un guardia Civil comparte pitillo con un Policía nacional de mono azul y gafas de sol a la puerta de la Comunidad. También me pregunto qué deben pensar ellos de la pancarta que tienen a pocos metros: No falta dinero. Sobran Chorizos. Seguro que ellos la suscribirían como hacen los grafiteros, por la noche y con el gusto de lo prohibido. Aquí se prohibe mucho, pero se cumple poco, sobretodo de escaleras nobles para arriba.
El Rey ilustrado no debe estar muy contento con la cadera de su descendiente, por mucho que repitan películas del 23F hechas ad hoc para levantar su maltrecha populaidad. Quizá no sería necesaria tanta fanfarria ni tanta campaña de mejora de imagen si su descendiente comprendiera mejor el tiempo que le rodea. Ya no hay guillotinas ni esto es París, pero la gente va recuperando la vieja costumbre de cerrar el puño y alzarlo detrás de las vallas. Digo yo que si el rey ilustrado oye los gritos, también los oirán en Zarzuela y Moncloa. Pero paradoja de las paradojas: en este mundo de ruidos nos gobiernan y se gobiernan los sordos.
Por suerte para mí, camino de Alcalá un barítono ensaya en un balcón. Su voz es desnuda y firme y la gente se para, como lo hago yo a pesar del frío a mirar y escuchar bajo esa ventana abierta. El Madrid que me gusta. Nunca oí cantar esto en Barcelona, mi casa. A veces un marinero de la barceloneta, muchas un borracho en la Plaza real, pero nunca este regalo.
Todavía quedan cosas con las que reconciliarse, pienso cuando camino hacia la estación de Atocha. Alguien habrá capaz de cerrar tantas heridas que se están abriendo.
Lástima que el Rey ilustrado siga atrapado en ese instante ecuestre. Quizá lo necesitaríamos en tiempos de emperadores tan extraños.

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