domingo, 17 de febrero de 2013

El eco de las piedras

La imagen de unas personas gritando en la tribuna del público del Congreso de los Diputados se sigue repitiendo en mi cabeza, días después. Hombres y mujeres clamando contra la sordera de los de abajo, los de las butacas. Imagino esos gritos de rabia, de indignación, retronando todavía como un eco feroz en la sala vacía, las luces apagadas. Las piedras tienen memoria, lo conservan todo. Otros gritos lejanos sobre los que escribí, gritos de fascistas desde la tribuna de oradores, gritos de golpistas y sonidos de disparos. También deben flotar en las bóvedas vacías los pitidos de los teléfonos móviles, los chismes que se cuentan sus señorías en las sesiones con la boca tapada para no ser delatados por los que saben leer los labios (¡qué gesto tan repugnante, tan cobarde y tan traidor!); hablarán sus señorías de lo que les preocupa, la compra del día, el colegio de los niños, el modelito de la opositora, la corbata del señor ministro, y entre tanto preguntarán despitados qué botón tenían que apretar, el del sí o el del no, a la ley de turno que se vota.
Sí, las piedras se acuerdan de todo. También de los momentos de inspiración, de aquellos discursos que alguna vez debieron levantar encendidos aplausos y pasionales adhesiones. Debe hacer mucho de eso. Otro tiempo.
Pienso en los bedeles con librea empujando a esas voces incómodas, antidemocráticas dirán, fuera del Congreso. Su papelón de antidisturbios sin cascos ni porra para desencajar de la veranda esas manos que se aferran con fiereza para decir lo que tienen que decir. Estos bedeles que pierden cada año sueldo, como los policías que guardan fieles la sombra de los leones.
Intento entender si en esas piedras del Congreso se pueden cobijar las risas y los chistes de este tiempo bufo, esta puerta que lentamente se está abriendo a un tiempo nuevo y tenebroso, donde esperan agazapados los populistas, los demagogos, para ocupar de un golpe los escaños de una voluntad popular que corruptos , incapaces y cretinos les están sirviendo en bandeja.
Me pregunto si las protestas de los honrados que ocupan un escaño en esas paredes forradas de oropel encuentran eco en sus compañeros, o si cunde entre ellos el desánimo del funcionario que tiene miedo hasta del aire que respira.
No lo sé. Una vez toqué esas piedras, las de la voluntad popular que ya no lo es si es que alguna vez lo fue, y solo sentí su tacto frío, su rugosidad de muerto fosilizado.
Ahora la libertad, la de verdad, se canta en otras plazas, en las calles y sus adoquines mojados, en los hospitales que se han convertido en campos de batalla, en las aulas. Ahora tengo más predisposición a pararme en un túnel del metro a leer frases escritas en sus paredes, poemas improvisados que me llenan de ternura. Puri yo también te quiero. Ahora, la libertad es apagar el televisor y recorrer aquellas viejas librerías de siempre con libros llenos de olvido, ideas de hombres  y mujeres que creíamos muertos pero que vuelven porque los necesitamos.
Vuelvo a mi terraza, el pequeño rincón donde escribo tantas insensateces que quiero convertir en historias. Toco sus paredes familiares, un pequeño murete de ladrillos con verdín. Las siento vivas, mis palabras escritas están tatuadas en ellas, recordándome lo que alguien escribió antes que yo en ellas. Ellos no tienen el Poder. Solo tienen el miedo a perderlo.
Quiero creerlo. Quiero confiar en el arruyo de este lugar mío, donde llegan las voces de hombres y mujeres que gritan, que ya no están dispuestos a callar.

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