
Y aún así, esto es París. El de verdad, una parte de esta ciudad que existe en el imaginario de los que todavía soñamos con Cortázar y la sonrisa de Rayuela. No hay turistas, y yo no lo soy. Me disfrazo de uno más, escandalizado con el precio de los pisos que veo en una inmobiliaria. Pequeños comercios, plazas habitadas por la gente de los barrios, salvo el barrio asiático que existe en toda ciudad que se precia de cosmopolita. Niños que juegan al balón chapoteando en los charcos, madres con expresión de aburrimiento. Una iglesia baptista que tiene un cartel con una imagen de algún hombre santo. Hombres santos en tiempos difíciles.

Tal vez sea cierto, como dice una amiga, que soy un romántico y que por eso prefiero París en otoño e invierno. En cualquier caso, me atrae un pensamiento que me aleja de todo unos minutos: Somos estrellas errantes en busca de un destino imposible. Inventamos los lugares en los que queremos habitar.
Me obligo con un esfuerzo de optimismo que a veces roza la ingenuidad a creer que soy dueño de mí mismo, y que contra "Unamuno y los demás" puedo vencer sobre mis circunstancias.
Una boda civil me saca de este peligroso deslizarme hacia la realidad. Un matrimonio mixto: ella oriental, vestida de novia con toda la parafernalia: copa en la cabeza, cola larga que se bebe los charcos (¡qué lástima manchar esa blancura virginal de barro!), arroz, pétalos. El novio circunspecto, alto y rubio, mira al cielo con un mal augurio.
Una mano amiga me estrecha el brazo por detrás. Mi amigo Pierre, escritor, músico, bon vivant, me abraza y con su francés escupido (olvidamos que las lenguas son un incordio) me desata su retahíla de comentarios mordaces sobre el supuesto laicismo de los franceses. Creo que algunos invitados nos han oído y miran los hierros que sujetan sus piernas de mala manera. Los chicos terribles de la novela negra: siempre contra todo, sobretodo siempre contra la tristeza que aulla en sus corazones.
Es extraño sentirse en casa cuando estás fuera. Las caras familiares, las bromas que son el preludio de una aceptación. Como en las cárceles, nadie cuenta la razón por la que estamos aquí. Estamos y eso es lo que cuenta. Un salón barroco, frescos en las cúpulas, lámparas con lágrimas de cristal. Mesas tapizadas de rojo. Empieza el espectáculo y toca dar lo mejor. Nadie que se acerca hasta aquí merece otra cosa que lo mejor de mí mismo.
Al salir a fumar y integrarme en los corrillos, no dejo de pensar que los escritores somos como esas voces molestas e inconvenientes de los borrachos. Se tolera lo que decimos hasta que ciertas voces empiezan a molestar. Esa expresión metafórica gana fortuna y en algunos casos, es estrictamente real. Mejor no tomarse muy en serio.
Alguien me pide fotografiarme. Me re parece extraño, pero accedo. Cada ojo tiene su visión. Luego esa persona me dice que mirar a los ojos de un escritor es peligroso. Porque a veces el torbellino puede arrastrarte, te succiona. Tal vez sea por eso que la gente se acerca a pedirte que le firmes un libro con un punto de inquietud.
Me gusta mirar a la gente. Me gusta que me miren y no me importa la corriente subterránea que se establece entre sus pesares o ilusiones y los míos. Basta una palabra para que se desate el encuentro, la coincidencia, las vidas que deseamos compartir. Nadie quiere estar solo en este mundo de sombras y soledades. Por eso, pienso, escribimos y leemos. Inventamos personas, como inventamos lugares, y nos asusta que la confrontación de la realidad destroce nuestros castillos de aire.

Maldita lluvia que alimenta esta sensación.
Hay una comunión de emociones. Si son auténticas las notas en esos rostros que te escuchan y que mueven los labios, quieren hablar, quieren decir. Y mientras doy mi parte con el micrófono no puedo evitar escucharles en mi cabeza, mezclar sus voces con las mías. Todos hemos perdido algo, y me parece casi un milagro que ellos piensen que yo se lo puedo devolver. Me asusta.
Acabada la conferencia, tengo que marcharme. El avión no espera. No tengo tiempo de quedarme a firmar más libros, ni de recoger ese poso de expectativas. Otra vez será.
Camino al Charles De Gaulle arrecia la lluvia y los faros de los coches son como diademas de fuego que rebotan en los cristales del taxi. La circunvalación de París es un caos. El taxista me habla de la crisis de España, y así trata de expulsar el temor de que también llegue hasta ellos esa sombra de miseria que se cierne sobre toda Europa. Asiento y respondo con monosílabos hasta que el hombre deja caer la conversación y puedo cerrar los ojos y sumirme en el silencio. No quiero hablar hoy de esas otras patrias que expulsan a sus hijos. Quiero vivir un poco más en las fronteras que yo he inventado.
No hay comentarios:
Publicar un comentario