lunes, 27 de agosto de 2012

El País Inventado

Una vez escribí que nadie regresa de un viaje siendo la misma persona, por pequeño que sea el viaje o la propia persona, por minúscula que pueda resultar esa transformación, a veces imperceptible.
Será por esa metamorfosis silenciosa que me gusta tanto viajar, moverme de un sitio a otro en constante cambio (evolucionando y, también, involucionando)
Me marché a Andalucía con la única expectativa de abrir un paréntesis necesario en mi vida, apropiarme de unos días de calma para pensar, estar tranquilo y tomar después algunas decisiones. Como suele ocurrir, mis expectativas se esfumaron tan pronto puse un "pie" en la carretera. A cambio, el plan que me esperaba era mucho mejor.
He aprendido en este viaje algunas cosas: la primera es que nada puede soportar 45 grados de temperatura a las once de la noche, así que lo mejor es salir de la casa (pequeña, encalada, compacta y un horno) y sentarse en un parquecillo de encinas mendigando una corriente de aire que no llega. Pero mira por dónde, al levantar la cabeza te quedas con la boca abierta. Hay un manto de estrellas sobre las cumbres de la sierra tan extraordinario que te olvidas del calor hasta que el cuello se queja de estar tanto tiempo doblado. Son las mismas estrellas, constelaciones y planetas que veo desde mi ventana, pero parece que en el centro de Andalucía, sin polución de por medio y completamente a oscuras ese firmamento es otro.
La segunda cosa que he aprendido es que el Olivo es el árbol más fuerte del Mundo, pero como sucede con todos los duros, si lo mimas se reblandece. Miles y miles de arrobas de este árbol santo que cobija a todo tipo de animales silenciosamente, retorciéndose sobre si mismo para sacarse todo su jugo, empeñado en vivir y en hacernos vivir. Ya no se varean los olivos, ahora lo hacen unas máquinas no no tienen ninguna conexión con sus ramas ni su historia. El hombre se aleja de los olivares y cede el terreno a los zorros, a los jabatos, a las cabras monteñas. Y cuando paseas por los surcos secos del arado escuchas sus ramas mecidas por el aire, y el tintineo de sus frutas de cristal, y te sientes a la vez culpable y agradecido.
Yo aprendí de chico la diferencia entre la fe y la devoción. Pero no puede entenderse si no subes a ua sierra como la de la Virgen de La Sierra en Cabra. Me explica uno de tantos primos que todo el mundo guarda en los rincones de España cómo es la procesión de la bajada de la virgen hasta el pueblo, cómo se entregan los costaleros para recorrer esos kilómoetros montaña abajo con la talla y el altar macizo. Y no es cuestión de Fe, sino de fervor en unas tradiciones tan viejas y profundas como las raíces de esos olivos, la pertenencia a una comunidad que se echa al otro al hombro, que se conoce de nombre a nombre, que se siente parte única de estas tierras. De ahí su devoción, y a la vez su crítica acervada de la Religión. Y cuando contemplo las tallas de la Virgen, tan hermosas, tan perfectas en sus imágenes, yo siento también una brizna de esa emoción. Por eso y porque aquí, a la vista de la Sierra de Cazorla tan a lo lejos, mi suegro me cuenta cómo subía al monte con las cabras con seis años, y cómo años más tarde lo hacía de la mano de su novia, que luego sería la madre de mi compañera, y ahora es un recuerdo que dejo escrito en el libro de visitas de la ermita.
Ha habido tiempo para moros y cristianos, para fuentes y ríos, para polvo y zigarras, tiempo para pueblos donde los pasos resuenan en las calles desiertas al mediodía, y para el barullo principesco de Granada y Córdoba. Noches de tertulia, de recuerdos que otros verbalizan para tí, risas, y un poco, también de tristeza. Muchas horas de carretera y de silencio.
Y muchos cambios, aunque todavía estén ahí, debajo de la piel, esperando para emerger.
Con todo, lo que he aprendido de más valor es que no existen los lugares sin los ojos que los miran, sin las voces que los cuentan, o la memoria que los recuerda. Cada esquina es una patria si al doblarla nos vemos cuando éramos niños sentados en una fuente de piedra, contemplando la sierra y pensando, acaso, en qué nos convertiremos cuando seamos mayores.

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