domingo, 15 de julio de 2012

Atrás Gijón

Todo lo que tiene que acabarse en esta vida, se acaba. También lo que es necesario que se acabe.
Para que los mitos crezcan, para que las experiencias sean leyenda, se necesitan 25 años de anécdotas, de sobrevivir y crecer, año tras año.
Para mí, escritor venido de lejos en este maremagnum, la Semana siempre fue el Dorado, el lugar donde tipos a los que leía se reunían para hacer no sé qué, pero -pensaba - trascendente para la novela Negra. Los más veteranos del lugar cuentan sin nostalgia (excepto cuando las tertulias del Don Manuel se hacen demasiado tardías) cómo sus caminos y los de la Semana Negra han ido evolucionando en paralelo. Te hablan de los buenos tiempos (yo que creía que este lo era), cuando cientos de periodistas, escritores, editores y libreros compartían chupitos, cerveza o cigarrillos (joder, cómo se fuma en estas mesas) desmenuzando la obra de cualquiera sin destrozarla, con respeto canalla y risas sinceras.
Algo de eso queda, pero viendo la mirada un poco desviada de los más antiguos del lugar, creo que ellos piensan que ya nada es lo que era, quizá no sólo el festival, sino acaso sus propias vivencias y sus vidas.
Y sin embargo, la Semana ha sobrevivido un año más. Esta vez en los astilleros de la Naval, bajo días encapotados y lluviosos, ventosos. Como tiene que ser: las carpas abiertas y la noria girando, la cerveza en la barra y el talento en las mesas de charla. Tipos que deambulan en un supermercado de libros viejos, señoras que se asustan al escuchar según qué y huyen bajo la afilada mirada de alguien que es demasiado joven para escribir con ese filo de navaja en los ojos. Niños con globos que te preguntan quién es ese tipo que pulula de arriba abajo con un mostacho impenetrable y unas greñas que le revuelven la cara.
Me ha servido Gijón para ver caer los muros que hacen irreal la admiración. Sólo en la cercanía aprendes a respetar lo que antes era un mito y ahora, siendo humano, comprendes y sientes más propio: Andreu Martín, Paco Taibo II, Juan Madrid ocupan su mesa en la terraza del don Manuel y la forntera es de aire. Puedes alargar la mano y traspasarla. Puedes escuchar y tal vez, algún día, comprender sus palabras. Escuchar a Ana María Matute muy atento porque habla muy bajito y todo lo que dice debe ser dicho (cuánto que aprender); descubrir asombrado (y congraciado) cuánto de bueno tienen tipos como Toni Hill o Carlos Zanon, cuánto de común conmigo cuando charlamos entre risas que son un ariete para tirar abajo cualquier tipo de recelo. Es mentira que no puedan quererse dos escritores y respetarse sinceramente, que no disfruten escuchándote y que no se alegren contigo. La Semana me lo ha demostrado.
Y también, claro, lo contrario. Pero de eso, de esos, la jauría que gruñe con recelo detrás de falsas sonrisas, no hablamos. Porque no me da la gana.
Aquí está el mar, y mi amigo Jordi Ledesma que me enseña su avión fetiche con el que escribe mientras caminamos como lo que ya somos, dos amigos, dos escritores que se respetan, y nos sentamos en el cerro de Santa Catalina bajo el elogio del horizonte de Chillida. Necesitamos salir de la reserva un rato, abrirnos a otra ciudad. Contemplamos el mar, los escarpados abismos, que son una metáfora de lo que nos queda por subir, las barcas de recreo. Nos contamos nuestras ilusiones, nuestros sueños. Nos confesamos nuestros miedos.
A lo lejos la Naval, la noria y el recinto de la Semana Negra.
Me marcho dejando atrás el ruido de la música. Y sobre el cielo de Gijón, que no sabe si irse o quedarse, las gaviotas sobrevuelan nuestras cabezas, preguntándose, tal vez, porque una vez al año, aparece por aquí esta tribu de desesperados con ganas de reir.
Y porqué cuando se marchan, queda la sensación agridulce que en todo nos deja la vida.

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