lunes, 4 de junio de 2012

Un cadeau

No recuerdo el título pero sí el estribillo de una canción francesa que mi madre solía escuchar en la radio"...parce que la vie est un cadeau..."
Un regalo.
En eso se ha convertido para mí esta novela desde que se publicó en Francia. Una oportunidad de cruzar las fronteras imaginarias y las reales y de acercarme a un mundo que sólo conocía de oídas a través de las historias de infancia de mi compañera, Aurora, en un pequeño pueblo cerca de Noyon, al norte, muy al norte. Más allá del tópico y de esos recuerdos quedaba París; no el París real de la gente que se levanta a trabajar y que atesta las líneas de metro y las circunvalaciones de la banliure, sino el París desdibujado por los filtros mágicos de "Rayuela", de las fotografías en blanco y negro, de los paseos de Picasso y de la mistificación que convierte las ciudades en escaparates sin vida.

No conocía Francia hasta que empecé a conocer a los franceses: Guy, Olivier, Sophie, Emanuele, Manuel, Remy, Françoise...Es entonces cuando el lugar se habita y el tópico se deshace ante las caras y las voces reales. Es entonces cuando empecé a comprender qué cerca estamos todos, los unos de los otros. Esta vez, después de varias idas y venidas, el acento me regala el oído, me gusta reencontrar a los nuevos amigos, hablar en esta jerigonza de palabras mal dichas pero sobreentendidas con mímica, chapurreo y buena intención. Sonreír siempre nos aplaca cuando nos sentimos incomprendidos, nos impide aislarnos. La sonrisa de los demás nos arrastra fuera del confort del je ne comprend pas. Comprendes, claro que sí. Y ellos te comprenden a tí.

Llego a Marsella con el Sol en la nuca y el retumbar en los oídos de un bebé que se ha pasado llorando todo el viaje desde Lyon (todos los niños lloran igual en cualquier idioma y buscan con las mismas palabras el consuelo de sus madres).
 No sería justo decir lo que no se sabe: apenas veo la Iglesia de la Virgen del mar, todo el centro en obras, una calamitosa circulación, muchísimos velos islámicos, tres tipos que en menos de diez minutos y por turnos me piden un cigarrillo, un poco de dinero y más dinero. Me llama la atención uno que pedigueñea con un vaso de plástico agujereado con colillas de cigarrillo. Tiene la piel de un lagarto disecado, los ojos de niebla y apesta a excrementos secos. ¿Espagnolo? me pregunta. El coche se aleja, llegamos tarde a la librería Maupetit. Hace calor, mucho, pero entre los libros de esta preciosa librería descansan sombras donde descansar. No os perdáis este templo de palabras si visitáis Marsella. La presentación corre a cargo de un profesor universitario que se excusa compungido porque no logra conciliar la fonética de mi apellido. Nos sonreímos. Tout va bien. La mejor pregunta de una larga serie de preguntas hermosas ¿et porquoi le chevaux que rapelle Marie se dis Tannatos?

Un poco menos de una hora después llegamos a Arles (Arle) por autopista. Me paso el tiempo mirando por la ventanilla, como si fueran distintos aquí los borrones del paisaje, las peñas, los olivares, los prados, las nubes. No lo son, pero yo los siento más intensamente, como si quisiera impregnarme de todo a la vez. Jamás había estado en este lugar. Y de repente las calles del barrio antiguo se abren en un laberinto de casas antiguas, patios interiores, campanarios y restos romanos, y todo se entrecruza con turistas, estudiantes de la Escuela de Fotografía de Francia, la plaza de toros (¡¡!!) los cuadros magníficos de toreros, los nombres de tabernas españolas conviviendo con los bistrots, el anfiteatro romano y el giro inmenso y calmo del Rhoine. Camino casi de noche por callejas empedradas hacia un hotel precioso, pequeño, íntimo, de terrazas que me invitarán a escribir con un café y una enredadera de jazmín, en silencio con música medieval de fondo. Se oyen las campanas de la noche. El cielo está preñado de luz. Fumo apoyado en el alféizar y contemplo el vuelo de los vencejos que buscan refugio.
Me prometo volver. Acompañado.
Aquí vive Act du Sud, mi editorial. Me refiero no sólo a que es aquí dónde nació y dónde tiene una asombrosa librería con termas romanas en su interior (¡¡) y un restaurante acogedor. Me refiero a que es aquí donde tiene sentido lo que representa. La gente se conoce por las calles, se saluda o se ignora en función de las filias o las fobias de muchas generaciones. Pero se reconocen, todos los habitantes de Arles llevan Arles encima, su quietud, su modo de hablar apoyados en le quais del río, de pasear por la plaza Mayor o de sentarse a escuchar música en la calle de una troupe de gitanos (que no tocan demasiado bien)
Aquí la presentación corre a cargo de un corso marsellés bajito, inteligente y con el pelo largo. Defiende la novela como si fuese él el escritor y yo el intruso. Me lo paso genial escuchándole. Nos reímos, y eso, es bueno. Muy bueno.

Y por fín Montpellier: la feria, las firmas, las charlas y conferencias, los encuentros formales y los informales. Sin tiempo para respirar. Fascinante.
El último día busco un rincón solitario para comer. Pienso en las caras de las personas que van sumándose a mi vida: sus nombres, sus historias, sus voces, sus sueños, algunos parejos y otros tan dispares a los míos. Busco un rincón entre las carpas que nos cobijan a los escritores.  Creo que alguien me busca, pero no me importa. Necesito estar un poco sólo, se agotan mis últimos momentos por ahora aquí, y pienso si esto es real, si aquella vieja canción decía la verdad. Si la vida es un regalo.
Quién sabe porqué pasan las cosas, porqué nos cruzamos en el destino de gente que añoramos sin saber la razón, porqué de pronto se te llena la mente de cosas que nunca habías imaginado que podías llegar a pensar ni a sentir estando lejos de casa. Extrañas añoranzas.
Quién sabe si escribir es, en verdad, una cierta forma de libertad. Si las palabras curan, si sirven para algo, o si todo es Nada, y este vanagloriarse es parte de una danza de la que no quiero participar.
A veces lo pienso de un modo. Y al momento mi pensamiento gira el rumbo como el barco que controla un loco desde el timón. A veces me siento grande. A veces pequeño, y la alegría fluctúa con la tristeza, y se mezcla todo.
Entonces es mejor dejar de pensar.
El cielo se encapota el día de la madre. Empieza a llover en Montpellier.
 Es hora de regresar a casa, me digo.

1 comentario:

  1. "La vida es un regalo" siempre me pareció una frase muy bonita por el doble sentido que sugiere. Por un lado, te inspira gratitud por el presente recibido; por otro te invita a disfrutar y sentir cada minuto de esta suerte de viaje llamada vida.
    Me gustó tu relato de París.
    Disfruta de "La tristeza del Samurái" porque cada día es un regalo, fruto, sin duda, del talento y del trabajo del que nació tu novela.
    Trini.

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