viernes, 9 de marzo de 2012

La buena gente

Ser optimista en estos días que corren parece cosa de locos, de desleídos o de ingenuos. Si te enfrentas a las cosas con una sonrisa, corres el peligro de que te traten de de alguna de estas cosas o peor. Los hay que piensan que tu sonrisa no es sincera, sólo una herramienta de trabajo. Del mismo modo que hay quién confunde la humildad con la falsa modestia o la dignidad con un sentido absurdo del orgullo. Pululan por el mundo legiones de agoreros, cabreados, víctimas y mártires, y no son pocos los que se autoerígen en faros de la verdad, tan vehementes ellos, tan seguros de cuanto dicen y hacen esperando que los demás les alaben y les sigan sin vacilaciones y sin vacilar.
Pero resulta que existen personas optimistas de verdad, son esas gentes que ahondan sus raíces en las cosas sencillas y poco grandilocuentes de la Vida; aquellos que buscan cada día, con lo que hacen, con lo que dicen y con lo que escriben, una forma de coherencia consigo mismos, una verdad más profunda y más duradera que las verdades de la Contra de la Vanguardia. La honestidad para con ellos mismos.
Oigo a la gente quejarse de que en este país hay pocos lectores, y que existen demasiados escritores, demasiados títulos, demasiadas editoriales. Que todo el pescado está vendido, que siempre se lee a los mismos, que los críticos literarios están a sueldo de los grandes grupos, que los grandes medios son un coto cerrado. Me duele la cabeza de escuchar conversaciones en las que el escritor se queja de ser un incomprendido que merece mejor suerte, y bla,bla,bla,bla.
Pero a poco que uno se parta de todo ese bullicio de egos mal solucionados, te encuentras a dos personas de apariencia normal, con un tono de voz respetuoso, que se dan la vez para hablar, y que no fingen escuchar al otro sino que lo escuchan de verdad, y eso se nota en sus miradas directas, en las preguntas que se hacen y que no buscan demostrar lo listos que son sino aclarar algo que no han comprendido. Esas personas hablan de libros, de las historias que cuentan los libros de este o aquel autor o autora, hablan de cómo esas historias entran en el corazón dde la gente, cómo algunos de esos autores pagaron con su vida, con su libertad o con su honor personal el atrevimiento de escribir según qué cosas. Destilan sinceridad en sus comentarios y una sabiduría que, porque vuela a ras de suelo, te atrapa desde el primer momento.
Y escuchándoles recuerdas algo que no he olvidado, que nunca quiero olvidar: el amor por la literatura como forma de expresión, de explicarnos a nosotros y a los demás una visión de las cosas sin pretensiones mesiánicas, sólo una coma, un punto, una frase en este gran libro del que todos somos protagonistas, la vida. Poco les importa a estas personas que escucho si venden más o menos libros, si son más o menos comprendidos o si hay muchos o pocos colegas gremiales que amenacen su púlpito. Podrían pasar entre todo el ruido que los rodea de puntillas y nadie se fijaría en ellos, porque no necesitan, ni quieren alzar la voz.
Y lo fascinante es su sonrisa. Sonríen con los ojos de un niño que no renuncia a sus sueños, cualesquiera que sean. Sonríen con las manos, esas manos que compiten sólo contra sí mismas, para dar forma a lo que su corazón siente y sus tripas gritan.
Y sí, hablan de política, y de la sociedad, y de la gente. Pero cuando les escucho no veo cifras con las que aturdir al otro, ni discursos mal digeridos, ni frases aprendidas en un manual para ser el tío o la tía más lista y graciosa de la clase. Para ellos, la política es la realidad que afecta a sus conciudadanos, el compromiso para con sus iguales de decir lo que ven y como lo ven, sacarles las verguenzas al poder (¿?) denunciar la corrupción con nombres y apellidos, y sobretodo pensar en un mañana que empiece ahora, buscar soluciones y no quejas de tertulia y café.
Tímidamente me acerco y les pregunto, pidiendo palabra ¿Todo esto, cambiar el mundo, puede hacerlo un escritor? Me miran al unísono y me abrazan con su sonrisa y me siento en esa fraternidad íntima de gentes valientes. No, claro que no, me dicen. Pero podemos quedarnos aquí charlando o podemos intentarlo.
Me voy a casa con la sangre renovada, con la cabeza limpia de ruidos que nada me traen. Me siento y escribo como hace tiempo, y no me pregunto ni pienso, sólo siento en cada frase. Para esto quise ser escritor. Para esto soy escritor.
Un apunte final. Me llaman y me preguntan qué me han dicho aquellos dos optimistas alejados de la vanidad, dos buenos amigos trazando puentes de posibilidades que nos ahorren dolor. Y entonces caigo en las miradas de envídia que les caían encima, en su modo amable pero firme de apartar el grano de la paja, los profesionales del aspaviento, el peloteo y la insinceridad. Dos de los más grandes escritores de este país, de cualquier país. Sólo estaban fumando un pitillo y amando lo que hacen. Y yo pude escucharles.

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