
Recuerdo a un chico de la primera fila. Era extraordinariamente inteligente (le dábamos otro mote entonces) y lo mejor (lo peor para él entonces): de una sensibilidad muy por encima de nuestra comprensión infantil y pre adolescente. Sacaba las mejores notas, los granos apenas hacían estragos en su bonita cara y vestía unos jerséys preciosos Privata, por no hablar de sus Adidas y sus jeans a la piedra. Secretamente, yo le admiraba, ojo que no digo le envidiaba, no. Se envida lo que no puede alcanzarse, se admira lo que sirve como referente. Y yo quería ser como aquel chico.
Pero para su desgracia, se enamoró de una de "nuestras" chicas del banco, guapa ella, deslenguada, fumadora y con un pecho varias tallas por delante de su edad que ella sabía enfatizar adecuadamente. Por ella, aquel chico se dejó arrastrar a la última fila, al barrio de la perversión infantil. Aquel curso suspendió varias asignaturas, tuvo problemas de conducta, y en la última fila siempre fue visto com un intruso, lo que le obligaba a ser más deslenguado, peor estudiante y más extrafalario que cualquiera de nosotros. Todo por su chica, que, como es obvio, terminó saliendo con el macarra de la clase de al lado. El último curso de nuestra educación básica los padres de aquel chico lo cambiaron de colegio. No volví a verle, hasta muchos años después, tantos que la última fila ya era un recuerdo borroso en mi mente. Fue él quién me reconoció, dijo que me había visto en televisión hablando de mi novela. Vi admiración en sus ojos (¿ o era envidia?) Estaba demacrado, tal vez una mala racha, olía a suciedad y miraba a los lados mientras me hablaba en plena calle como si temiera que alguien fuese a morderle. Me contó en pocos minutos un rosario de desgracias desde que sus padres le obligaron a cambiar de colegio, malas historias con mujeres, un montón de cicatrices en una vida que se había apartado demasiado pronto de su camino.
Me sentí triste, nada duele más que ver caído a quien has admirado. Cuando ya me iba a despedir hicimos promesas de volver a vernos, prometí dedicarle un libro, etc. Me empezaba a asfixiar y sólo queria marcharme; no es bueno remover los recuerdos cuando ya los damos por cerrados e inventados a nuestro placer. Pero él me sujetaba por el brazo, como si yo fuese su última tabla de separación, su eslabón con el pasado. Y entonces me dijo que se acrdaba cada día de mí en la última fila, escribiendo mientras el profe de mates me ponía cero tras cero. Y que siempre me admiró, que yo fui la cuasa, y no aquella niña díscola, de que quisiera sentarse en la fila de atrás. Pero que yo nunca le hice caso, por más que intentaba llamar mi atención.
Ojalá no me lo hubiera dicho.
Ojalá no lo hubiera hecho.
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