miércoles, 26 de octubre de 2011

Tus lazos y mis manos.

No creo en los remedios milagrosos, vengo de una generación poco leída, poco instruida, poco versada en la cultura de los cuentos de hadas. De donde yo vengo, de ese lugar de la memoria que inventamos a medida que olvidamos, los discursos edulcorados con frases aprendidas en manuales de otros, casi siempre chocaba con la ruda realidad: café caliente a las cinco de la mañana, el rostro huraño, sin afeitar, las manos nudosas cruzadas sobre la mesa de la cocina, la sirena de la fábrica al otro lado de la puerta reclamando su tributo de ilusiones que comerse en un torno o una máquina de bujías.
Me asustan las certezas que cimbrean en el aire como una vara de bambú, que cortan cualquier discusión con el silbido de un latigazo, que imponen el absolutismo de la voluntad. Me preocupa que se apoderen del discurso los que son más rápidos al pensar, los que afilan la lengua con mentiras que lo son menos porque suenan a verdad; me hace torcer el ceño el predicador de la plaza que se sube a un altar, ese santo laico que ahora necesitamos adorar. Me da miedo, un miedo atroz, lo blando que se vuelve el cerebro cuando delega en otros la capacidad de pensar.
Así que a estas alturas, ya has descubierto que no soy de los que vive en bosque de hadas, no pagaría un billete para irme a Pandora con mi dulce avatar, y no me seducirás con el alhep ni con el baile de una cobra. Soy más de los que escucha a los viejos rompiendo contra la mesa sus fichas de dominó, de los que haciendo cola en el bazar chino ha aprendido dónde está Cantón, y que le han cambiado el nombre a Thailandia. A mí me gusta sentarme en una esquina de la Via Julia con Joaquin Valls y mirar a ese senegalés que parece ébano bañado en aceite vendiendo con destreza de superviviente bolsos que quitan trabajo en las fábricas de Vietnam, mientras un poquito más abajo un colega suyo con pelo imposible se rasca la nalga debajo de un pantalón que enseña la bandera de Jamaica en sus calzoncillos.
Así voy aprendiendo que los milagros huelen a sudor, y que el sudor no es agradable, ni romántico, pero que une en un sentimiento de casta cuando emerges del metro y te desparramas por la ciudad. Sabes que el Paraíso no es tuyo, que las frases a cincuenta euros/consejo no se escribieron para ti, como las etiquetas de las galletas de la suerte. Puedes hacer la cola en la tienda de la Lotto, y soñar los dos minutos que la máquina dice "no tiene ", soñar que le pagas la hipoteca a tus hijos, soñar que el mundo se ha pintado de arcoíris. Luego volverás a la realidad. Al palillo en la boca, a la mirada hacia atrás, al sonido de la cisterna que no para de gotear, a la mierda de griterío de la televisión, al olor de coliflor hervida. Pero tú no te rendirás, buscarás una vieja libreta con un par de hojas sin acabar, un cabo de lápiz en alguna parte, entre las facturas sin pagar. Y escribirás, escribirás, escribirás, porque esa es tu única puerta, tu venda que sin taparte los ojos te permite no mirar. Transformarás el dolor en algo soportable, alejado de la desesperación, del miedo, de la visión de esos pies descalzos flotando frente a tu cara en el quicio de la habitación. Nadie debería hacer eso, colgarse con los pies descalzos y las uñas sin cortar.
No creo en los milagros. Ya lo puedes comprobar.
Pero hoy he visto a esa chica en el mismo metro, en el mismo vagón donde yo solía soñar con ser un gran escritor. Y joder, tenía mi libro en sus manos. Y mientras leía he visto sus dedos temblar y cómo las lágrimas arruinaban sus páginas.
Pero esa parte de la realidad os la contaré otro día.

1 comentario:

  1. Yo tampoco creo en los milagros, pero si creo en la recompensa del tesón y la perseverancia de perseguir un sueño franqueando todos los obstaculos que te salen al paso....Un abrazo

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