miércoles, 20 de julio de 2011

La maravillosa realidad y los pequeños milagros








Pongamos por caso que el tipo es de lo más corriente, nada especial. Es ese vecino que te encuentras en el ascensor por la mañana, con ojeras, mal afeitado y con aliento a tabaco. Crees que en alguna parte has oído su nombre, tal vez lo has visto en el buzón y sabes que es el vecino de arriba, ese tipo raro que escucha música de Moby hasta las tantas. No resuerdas su nombre, así que disimulas y bajas la mirada mientras musitas un breve "buenos días" que suena a jodido antes de salir de tu boca. El tipo te contesta con timidez y tú te largas del ascensor en cuanto se abre la puerta, aliviado de no tener que seguir compartiendo ese espacio minúsculo con ese tipo, cuyo nombre no recuerdas, pero que te cae mal, sin saber porqué (cuestión de feeling, ahora que vacilas de saber inglés)

Pongamos por caso que trabajas en una oficina con otras cincuenta personas que como tú se entregan a su trabajo, comparten tu espacio, algunos comentarios de la familia, del fin de semana. No es que te importen mucho sus vidas, en realidad sólo son reflejos tibios de algo que apenas te llega, pero has aprendido desde la niñez a ser amable y civilizado. Así que te vas con ellos a almorzar al bar de la esquina, aunque preferirías estar leyendo ese libro que tanto te gusta y que te ha robado tres preciosas horas de sueño. Pero no quieres que te señalen como el rar@, así que vas con ellos, sonríes con expresión de "oh esto es maravilloso" mientras el almuerzo se esfuma hablando del jefe nuevo, de la separación de la chica que hay tres mesas más abajo de la tuya y de lo que este año hará el Madrid de Fútbol.

Pongamos por caso que algo dentro de tí se está consumiendo, que de repente sientes la necesidad de levantarte de la mesa, y largarte sin más. Mejor eso que gritarles a todos. No quieres que digan que estás loc@.

Imaginemos que ya estás en la calle, que tu cuerpo tiembla con una rabia que no sabes de dónde te viene, aunque sabes que viene de lejos. Al otro lado de la acera está tu edificio de trabajo. Tienes que cruzar la calle, sólo eso, cruzarla y volver al trabajo. Le ordenas a tus pies que obedezcan, miras el reloj que alguien que te quiere pero que no tiene mucho tiempo te ha comprado en un centro comercial para vuestro aniversario de boda. 15 años casado, no está mal...Pero ya no te sueles acordar del día concreto cuando l@ conociste.

Y entonces ocurre el primer milagro.

Empieza a llover, al principio como un lagrimeo, después como una furia. Y tú sigues ahí, parado en medio de la ciudad, mientras todo el mundo corre, como si la lluvia fuese de agujas y filos cortantes. Pero a tí no te corta ni te daña la lluvia. Por el contrario, no sabes porqué, pero el caso es que mientras se empapa tu cuerpo y tu traje barato ese temblor remite, como el eco de un terremoto que se aleja sin llegar a la superfície. ¿Porqué sonríes?¿Porqué te encuentras de pronto como si ese peso que traes en los pies desde hace años hubiera desaparecido?

Entonces ocurre el segundo milagro: Decides, tus pasos deciden por tí, no cruzar la acera. En lugar de eso te alejas calle abajo. Apenas puedes reprimir el deseo de correr, de gritar, de ponerte a saltar entre los charcos, de sonreirle a los transeúntes que se preguntan si estás loco.

Y llegas a un parque, al otro lado de donde quiera que vivas, y encuentras un banco que siempre había estado ahí, esperándote, aunque tú nunca te dabas cuenta. Te sientas a esperar que la lluvia te desnude, que te funda con la hierba, con las copas de los árboles, que te desintegre en esos cientos de olores en los que antes no habías reparado. Mientras frente a tus ojos el perfil de la ciudad gotea como una sábana tendida entre los rascacielos.

Y al girar la cabeza, casi por instinto, ves la silueta de un ser humano com tú, que gira como un bailarín sobre sí mismo bajo la lluvia, riendo a carcajadas, Dios cómo ríe y cómo gira sobre si mismo. De repente le reconoces. Claro, es él tu vecino de arriba, el tipo anodino del ascensor. Se queda quieto un momento, te mira, te sonríe, te tiende la mano amistosamente, y tú acudes a él, avergonzad@, tibio, inseguro. Él te atrae al centro de la lluvia y te dice con una enorme sonrisa en los ojos: te estaba esperando.

Y entonces recuerdas su nombre.

(Buenas noches a todos)

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