sábado, 23 de julio de 2011

Mirar arriba



Van cayendo despacio las horas y estoy a punto de cerrar el ordenador. En la casa todo es silencio, quietud. Mis libros duermen, alguno con las tapas abiertas en el escritorio, junto a las notas escritas a mano colgadas cerca de la pantalla. Antes de dormir me gusta acercarme a la butaca que tengo junto a la ventana. De día apenas le presto atención, pero por la noche es mi sitio preferido de la biblioteca. Me gusta sentarme ahí a oscuras y entreabir la cortina. Tengo suerte, desde mi ventana puedo disfrutar de una parcela de universo flotando sobre los tejados callados de la calle.

Mirar arriba tiene algo de hipnótico, como perderse en los horizontes del mar. Es una profundidad diferente. Mirar las estrellas es abrir una puerta tras otra, a cada cuál más brillante y hermosa. Cuanto más miras, más ves, y más comprendes.

Sólo entiendo lo que soy, lo que siento, cuando miro ahí arriba. Lejos de sentirme minúsculo y perdido, me convenzo del la grandeza de mi vida, del maravilloso milagro que supone que yo, entre mil millones de opciones haya tenido el regalo de esta vida tan corta, tan efímera, tan improbable.

Se me olvida el pasado como si mi mente no pudiera retener demasiadas cosas y me cuesta pensar en el futuro, todo está en el aire, todo me parece incierto. Mis anhelos, mis sueños, mis deseos no son mucho ahora: poco más que granos de arena que se me escurren entre los dedos. Pero no me importa. Comprendo mirando arriba desde mi butaca que el pasado ya no existe y que el futuro aún no ha llegado, y que la rendija por la que yo me cuelo entre ambos es el presente. Este instante, aquí, ahora, en la soledad, a oscuras, sin pensar en nada, mirando las estrellas que son como brillantina en el pelo de un Dios que no entiendo pero que siento ahi, en el pálpito de las cosas.

Decimos cosas, muchas cosas a lo largo de nuestras vidas. Algunas son terribles, y otras hermosas. Hacemos y deshacemos, a veces somos coherentes, otras fracasamos y nos sumimos en el desaliento de nuestras propias limitaciones. Nada de eso me importa mucho ahora. Mis errores, mis aciertos, mis virtudes y mis defectos. Polvo de estrellas, minúsculas partículas de una vida que pronto será nada.

Sólo comprendo con asombrosa claridad que he sido feliz. Inmensamente feliz, y eso es cuanto se le puede pedir a un hombre. He amado cuanto he conocido en esta existencia cuyo significado sólo alcancé a atisbar en breves instantes de lucidez. He amado a las mujeres de mi camino, a todas y cada una de ellas: sus sonrisas, sus besos, su olor, sus melancolías, sus canciones, sus almas y su cuerpos. He amado a los hombres que pude llamar hermanos, amigos, su fe, su determinación y también su cobardía. He amado y he gozado de viajes, lugares, mares, dunas, ciudades, gentes, lenguas, colores. He amado intensamente cada palabra escrita por mí y por los otros, las he bebido y me he alimentado de ellas con pasión. He amado el dolor y la pérdida, el sufrimiento, la violencia, la penuria, he amado este cuerpo que me aloja aún cuando me ha causado sufrimiento y tortura.

Todo eso lo sé ahora.

Este suspiro se agotará, lo sé. Comprendo que mi tiempo es un regalo tan breve como el parpadeo de una estrella. Pero también comprendo que he brillado durante este breve espacio de tiempo como mil soles, y que mi luz, unida a la de todos los que amo, ha alumbrado de colores esta noche que me embarga.

Y nada más puedo pedir.

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