Cuentan de Fray
Luís de León que al volver a la Universidad tras cinco años en prisión, retomó sus lecciones con la frase “Decíamos ayer…” (Dicebamus hesterna
die). Me valgo hoy de estas palabras y de la actitud que encarnan para
continuar con mi repaso al diccionario donde una palabra especial, gastada por
el mal uso, se esconde en el segundo tomo del diccionario de la RAE, sin que
demasiados de los que la verbalizan la visiten.
Del latín, honestita, deriva la palabra honestidad.
Aclara la entrada que es una palabra de género femenino y que se trata de una
cualidad: la de ser honesto (en
masculino) A continuación se va por los cerros de Úbeda: //pública; impedimento canónico dirimente, derivado de
matrimonio no válido o de concubinato público y notorio, que se equipara a la
afinidad, pero solo comprende los dos primeros grados de la línea recta.
Sin duda, fray
Luis, doctor de la Iglesia, podría dilucidar con claridad el significado de
dicha definición, pero a la mayoría de mortales se nos escapa el concepto; si
complicado es el derecho, no les cuento el derecho canónico, aquel que regula
los asuntos relacionados con la Iglesia y sus leyes.
Me hace gracia,
en cualquier caso, lo de matrimonio no
válido o de concubinato, público y notorio, y me pregunto cuántos
matrimonios des-honestos encontramos
en la vida pública: por ejemplo en la política de Partido donde importa más con
quién se te ve que de quién estás enamorado, si de ascender o de soltar lastre
–llegado el momento –se trata. Parece lógico pensar que uno se une a alguien
por afinidad. La cuestión es si esa afinidad viene de ideas comunes o de
intereses espurios (por muy comunes que sean) Hay un precioso poema de Pablo
Neruda en su Memorial de Isla Negra dedicado a los senadores cuyo único papel
es acudir a aplaudir al líder. Un matrimonio de honestidad probada que se
demuestra con cerrazón de filas, dedito al botón cuando toca votar y hacer del
Congreso poco menos que una plaza de abastos cuando habla el jefe/jefa de filas
o cuando hay que abuchear al oponente. Uno siente que, en lugar de brebajes
alcohólicos, deberían servir a sus señorías en la cantina parlamentaria una
bolsita con frutas podridas (por supuesto subvencionadas con los fondos de
cohesión de la UE) para lanzar al tribunero enemigo, al estilo de las tragedias
sakespirianas. Honesto es el regidor de turno que se niega a votar la moción de
censura contra su alcalde, del mismo partido, a pesar de haber sido aquel
imputado por mangante, y alegar en defensa de semejante acto que uno es leal a
la amistad (fuertes son las amistades que teje el mamoneo de lo público), sin
ruborizarse por ello. Honesta es, en fin, la señora Cospedal diciendo que fuera
del bipartidismo está el coco, la extrema izquierda, la demagogia, el caos y el
fin del Mundo (del suyo, claro) y al mismo tiempo invocar la democracia como
sustento de esa barbaridad (su democracia, por supuesto) mientras que la sombra
oscura planea sobre ella y su partido y asegura, honesta con su matrimonio
político que su partido “no puede hacer más contra la corrupción” ni meter a la
gente corrupta en la cárcel. Honestas palabras, que suenan a lo que se parecen.
Ustedes juzgarán. Honestos, claro que sí: consigo mismos y con los fines que
persiguen.
Pero ser
honesto con uno mismo no es siempre, contra lo que pueda parecer, una virtud en
sí misma. Si la honestidad no tiene que ver con el otro se convierte en
prejuicio, avaricia, mediocridad y simple egoísmo.
Tenemos que
bajar los párpados para lo que sigue en el renglón siguiente y poder escapar de
la cerrazón canónica anterior. Más llano, más del Pueblo (al que, dicho sea, se
invoca, convoca y nombra sin ser más que pura abstracción en tantas lenguas)
encontramos la entrada honesto, ta (observen
la generosidad de género): Decente o
decoroso. Razonable, justo, probo, recatado y pudoroso. Aquí, los
catedráticos se hacen tan fieros con la exigencia que, volviendo a lo bíblico
podemos afirmar que pocos serán los que pasen por el ojal de la aguja.
Me gusta
especialmente lo de razonable. La razón, que se suele confundir con el llamado
sentido común, aparece relacionada con lo justo (nadie menciona la legalidad
aquí). Si para ser honestos debemos ser razonables, la cosa se complica ad nauseam. En tiempos de hipnosis
colectiva, de insensibilidad ante tanto como ya ha caído sobre nuestros
hombros, las voces que ponderan se pierden en el marasmo del ruido. Hoy nadie
pide cordura; se exige afección, lealtad sin límites y ceguera. A la razón se
la llama tibieza, a la tibieza cobardía. Pensar es perder el tiempo, se
requiere actuar. Pero ¿cómo actuar con justicia si no hay ocasión para ser
probo, recatado y pudoroso? ¿Cómo puede alguien que insulta, falta a la verdad,
más que razonar adoctrina, llamarse honesto? ¿Cómo puede ser justo, razonable y
honesto permitir que España sea uno de los países de la UE con mayor tasa de
pobreza? ¿En base a qué honestidad se presentan los PODERES del Estado arguyendo
el bien común? ¿Acaso son ponderados? ¿Acaso son probos, intachables en su
quehacer?
Este país
nuestro no es honesto. Ni consigo mismo, ni con su historia reciente y triste,
ni con aquellos que se erigieron en mitos de la democracia. No son honestos los
sindicalistas que roban a los parados, no son honestos los políticos que solo
responden a su interés de Partido, no son honestos quienes levantan fantasmas,
no son honestos los intelectuales que callan, y mucho menos los que gritan.
Quizá, y eso es lo más ensombrecedor, no somos honestos nosotros mismos. Hemos
mirado demasiado tiempo el oropel soñándolo, hemos callado ante las injusticias
a otros en el trabajo y en la vida común. Pocos son, apenas unos miles, los que
dan la cara en las calles, en los hospitales, en las escuelas, en la política,
en la prensa, en las administraciones y en las fábricas. Cuando entendamos que
este país, lo que sea que hagamos de él, depende de nuestra acción y de nuestra
mirada, tal vez veamos un poco de honestidad, poco canónica y más honesta.
Fray Luis fue
honesto con sus ideas (las pagó con la cárcel) pero lo fue con su tiempo, con
sus alumnos, cuando aquella mañana dijo Dicebamus hesterna die. Porque la honestidad es, a fin de cuentas
una cualidad de aquellos que jamás se resignan, que no se conforman, que tratan
de ser justos, razonables y probos. Y haberlos, ahílos. [
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