lunes, 8 de septiembre de 2014

De un mar a otro




Rehabilitemos la palabra en su valor integral. Con la palabra se hace música, pintura y mil cosas más…pero sobre todo, se habla. Así habla el homónimo del poeta Machado, el profesor y poeta Juan de Mairena. Y con esas palabras rondándome la cabeza se acerca el TGV que me trae de Barcelona a Perpignan, mientras me pregunto en qué idioma haré la presentación prevista para la tarde en el salón del libro de Colliure que coordina el escritor, hombre, y amigo, Gildas Girodeau. Antes, he puesto atención a la autopista que discurre en paralelo a la vía de alta velocidad: veo los camiones y los coches atrapados en una larga caravana en el paso de La Jonquera. Qué cosas las fronteras: construyen un túnel que atraviesa las montañas et, voilà: desaparecen. Los políticos deberían encontrar más metáforas en la observación de lo evidente.

“Saldrá como salga” me digo, guardando las notas que no utilizaré –tengo que aprender a hacerlo – cuando el TGV destino París-Gare de Lyon reduce la velocidad y anuncia, trilingüe, la llegada a Perpignan. El adjetivo y el nombre, remansos del agua limpia, son accidentes del verbo, me tranquiliza con su poema De mi cartera, el poeta de las estelas en el mar.

De un mar a otro. Así se llama el festival al que me han invitado en Colliure. Como si supieran que yo, amante de las líneas continuas sin accidentes, de los paisajes horizontales, y de las luces marítimas, no podría rechazar venir a un lugar que así se invoca. Mestizaje, fluidez, continuidad, diferencia. Un millón de gotas.

Me espera la fotógrafa y artista Janine Vidal Vidal. Gafas portentosas para proteger una mirada que ve lo que a muchos les es negado. Rostro pecoso, risa infantil, uñas de colores y ganas de hablar en francés, en catalán, en español. Antes de llevarme al coche me muestra una exposición de fotografías: reflejos en el agua, juegos de cristales naturales, ondas, sogas, idas y vueltas. “Empezamos fuerte” me digo, sin tiempo que perder, apenas para fumar, rápido, un pitillo. Me gustan los coches donde hay juguetes de perro, y la gente que se quita las gafas de sol para hablarme. También las que necesitan de sus fetiches porque sin ellos se sienten desnudos. Gente que no se deja atrapar por la monotonía del hoy lo mismo que ayer. Y una reflexión: nunca sabe si hola es ola. Interesante.

No es esta vez Machado, por más que a mí me llame este hombre que vio el mar siendo niño en Huelva y no volvió sino a morir en este otro mar, el de la resaca entre las barcas de vela y que duerme en un cementerio de peregrinos que lo añoran, tal vez sin conocerlo ni necesitarlo todo de él. Basta el símbolo, el hombre que sin perseguir la gloria construyó estelas en el mar e imágenes para quien quiera verlas: Todavía no ha comprendido esa mula de noria que no hay noria sin agua. Y no hace falta explicarse.

Esta vez es Patrick O’Brian. Se cumplen 14 años de su muerte, y puesto que de mar hablamos, y de hombres que eligen su patria, nadie mejor que este escritor que descansa en las alturas de Colliure para celebrarnos. A todos, a los que venimos con ánimo de conocernos. Hasta allí, hasta el cementerio nuevo, nos vamos con su nieto, tipo de Vanguardia berlinesa escoltado por el multiplicador Gildas, agotado, feliz, febril, seguido, anticipado por Sophie Savary. Los sueños que son gratis no tienen precio. Por eso Gildas se ha metido en este follón, luchar contra molinos de viento, para que festival no muera sino que renazca en una ciudad que lo merece como pocas. Por aquí pasaron  Picasso, Derain, Matisse, no solo por pasar, sino para convertir en peregrinación de fauvistas cierto bar que es una pequeña galería del Louvre.

La tumba de O’Brian está levantada con la piedra de lasca que las terrazas de sus viñedos, donde se brega el vino de Colliure y el especial Banyuls. Nada se entiende de este lugar sin sus viñas, como si su pequeña bahía, el Castillo Real (hoy no hablaré de prisiones, solo de presencias) o la maravillosa torre de Pisa que, lentamente, el temporal va torciendo. Hay que esperar a la noche para saber qué es Colliure, las luces en la montaña, San Telmo, las barcas cuyos amarres tintinean, el flujo y reflujo en el rompeolas de la ermita. Las calles desiertas donde los pasos resuenan, los rincones para ver las estrellas y buscar, si hay suerte, una mano que rozar para compartir firmamento.

Poco importa lo que he dicho ni cómo lo he dicho. Quizá yo soy como esos cactus que tanto quería el magnífico escritor de Masters and Commanders; demasiado orgulloso para dejarme tocar o manipular. Tal vez nunca tendré la bella voz de Elen, ni la mirada de Janine, o la sonrisa de Remei (leeré  la últimas horas de Camus). Quizá jamás me acompañará esa calma de los hombres de mar y montaña, olivo y barca, de mi amigo Gildas, a quien pronto van ustedes a descubrir en España. Yo, hombre de Mediterráneo, me siento a pesar de todo más cerca de Machado y sus Cantares.

Quizá por eso, como él, canto dos ojos de ver lejano, que yo quisiera tener como están en tu escultura: cavados en piedra dura, en piedra, para no ver.

 

 

 

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