Rehabilitemos la palabra en su
valor integral. Con la palabra se hace música, pintura y mil cosas más…pero
sobre todo, se habla. Así habla el homónimo del poeta Machado, el profesor
y poeta Juan de Mairena. Y con esas palabras rondándome la cabeza se acerca el
TGV que me trae de Barcelona a Perpignan, mientras me pregunto en qué idioma
haré la presentación prevista para la tarde en el salón del libro de Colliure
que coordina el escritor, hombre, y amigo, Gildas Girodeau. Antes, he puesto
atención a la autopista que discurre en paralelo a la vía de alta velocidad:
veo los camiones y los coches atrapados en una larga caravana en el paso de La
Jonquera. Qué cosas las fronteras: construyen un túnel que atraviesa las
montañas et, voilà: desaparecen. Los políticos deberían encontrar más metáforas
en la observación de lo evidente.
“Saldrá como salga” me digo, guardando las notas que no utilizaré
–tengo que aprender a hacerlo – cuando el TGV destino París-Gare de Lyon reduce
la velocidad y anuncia, trilingüe, la llegada a Perpignan. El adjetivo y el
nombre, remansos del agua limpia, son accidentes del verbo, me tranquiliza con
su poema De mi cartera, el poeta de
las estelas en el mar.
De un mar a otro. Así se llama el festival al que me han invitado en
Colliure. Como si supieran que yo, amante de las líneas continuas sin
accidentes, de los paisajes horizontales, y de las luces marítimas, no podría
rechazar venir a un lugar que así se invoca. Mestizaje, fluidez, continuidad,
diferencia. Un millón de gotas.
Me espera la fotógrafa y artista Janine Vidal Vidal. Gafas portentosas
para proteger una mirada que ve lo que a muchos les es negado. Rostro pecoso,
risa infantil, uñas de colores y ganas de hablar en francés, en catalán, en
español. Antes de llevarme al coche me muestra una exposición de fotografías:
reflejos en el agua, juegos de cristales naturales, ondas, sogas, idas y
vueltas. “Empezamos fuerte” me digo, sin tiempo que perder, apenas para fumar,
rápido, un pitillo. Me gustan los coches donde hay juguetes de perro, y la
gente que se quita las gafas de sol para hablarme. También las que necesitan de
sus fetiches porque sin ellos se sienten desnudos. Gente que no se deja atrapar
por la monotonía del hoy lo mismo que ayer. Y una reflexión: nunca sabe si hola
es ola. Interesante.
No es esta vez Machado, por más que a mí me llame este hombre que vio
el mar siendo niño en Huelva y no volvió sino a morir en este otro mar, el de
la resaca entre las barcas de vela y que duerme en un cementerio de peregrinos
que lo añoran, tal vez sin conocerlo ni necesitarlo todo de él. Basta el
símbolo, el hombre que sin perseguir la gloria construyó estelas en el mar e
imágenes para quien quiera verlas: Todavía
no ha comprendido esa mula de noria que no hay noria sin agua. Y no hace
falta explicarse.
Esta vez es Patrick O’Brian. Se cumplen 14 años de su muerte, y puesto
que de mar hablamos, y de hombres que eligen su patria, nadie mejor que este
escritor que descansa en las alturas de Colliure para celebrarnos. A todos, a
los que venimos con ánimo de conocernos. Hasta allí, hasta el cementerio nuevo,
nos vamos con su nieto, tipo de Vanguardia berlinesa escoltado por el
multiplicador Gildas, agotado, feliz, febril, seguido, anticipado por Sophie
Savary. Los sueños que son gratis no tienen precio. Por eso Gildas se ha metido
en este follón, luchar contra molinos de viento, para que festival no muera
sino que renazca en una ciudad que lo merece como pocas. Por aquí pasaron Picasso, Derain, Matisse, no solo por pasar,
sino para convertir en peregrinación de fauvistas cierto bar que es una pequeña
galería del Louvre.
La tumba de O’Brian está levantada con la piedra de lasca que las
terrazas de sus viñedos, donde se brega el vino de Colliure y el especial
Banyuls. Nada se entiende de este lugar sin sus viñas, como si su pequeña
bahía, el Castillo Real (hoy no hablaré de prisiones, solo de presencias) o la
maravillosa torre de Pisa que, lentamente, el temporal va torciendo. Hay que
esperar a la noche para saber qué es Colliure, las luces en la montaña, San
Telmo, las barcas cuyos amarres tintinean, el flujo y reflujo en el rompeolas
de la ermita. Las calles desiertas donde los pasos resuenan, los rincones para
ver las estrellas y buscar, si hay suerte, una mano que rozar para compartir
firmamento.
Poco importa lo que he dicho ni cómo lo he dicho. Quizá yo soy como
esos cactus que tanto quería el magnífico escritor de Masters and Commanders; demasiado orgulloso para dejarme tocar o
manipular. Tal vez nunca tendré la bella voz de Elen, ni la mirada de Janine, o
la sonrisa de Remei (leeré la últimas
horas de Camus). Quizá jamás me acompañará esa calma de los hombres de mar y
montaña, olivo y barca, de mi amigo Gildas, a quien pronto van ustedes a
descubrir en España. Yo, hombre de Mediterráneo, me siento a pesar de todo más
cerca de Machado y sus Cantares.
Quizá por eso, como él, canto dos
ojos de ver lejano, que yo quisiera tener como están en tu escultura: cavados
en piedra dura, en piedra, para no ver.
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