domingo, 18 de marzo de 2012

Roma y sus dioses


Roma, de entre todas las ciudades, es una puerta que se entreabre a un tiempo que nadie ve, porque nadie aparta el ojo del objetivo de su cámara.
Paseando por sus calles llenas de tópicos que se estrellan brutalmente contra lo que uno espera ver, salto
entre lo viejo y lo nuevo y en los paréntesis que logro abrir van quedando los momentos. Tal vez hubo un tiempo que fuimos gigantes; como dice la leyenda, seres de oro cuyos huesos terminaron quebrándose como el barro. Hoy sólo quedan nuestras estatuas sobre sus pilares, cuando fuimos colosos, las ruinas colonizadas por matojos de nuestros imperios y nuestras locuras, y una brisa que recorre los rincones abiertos de lo que ya no existe.
Así, también nosotros pasaremos, también nuestras visicitudes un día serán pasto de las llamas, y luego, poco a poco del olvido. Nada es para siempre. Y la gloria menos que nada. Eso pensaba viendo las tristes ruinas del Coliseo rodeado de turistas y sus cámaras. Triste final, ser una feria, para quienes se creyeron dioses. Triste la vanidad humana. No hay siglos que nos lleven a la inmortalidad.
Ver a Dios en Roma es mirar al cielo, sorteando cúpulas, campanarios y cruces. En el centro de Occidente sólo queda la aspiración, hermosa, genial, inútil e inacabada, de hombres que fueron los mejores de entre los nuestros: Miguel Ángel, Raffael, Caravaggio por acercarse a lo que no comprendemos. Y también ellos, los mejores, fracasaron.
Pero queda el intento. Queda ese gesto desesperado de la Piedad, ese milagro de tocar el dedo de Dios, queda, lo que quisimos y no pudimos alcanzar.
Roma sigue girando. Los guardias del Quirinal miran el mundo con arrogancia desde sus barbuquejos, el sol abrasa las malas hierbas del Palatino, que no es nada excepto piedras que hay que imaginar. Un helicóptero sobrevuela las ruinas como una metáfora de los tiempos que chocan sin rubor en esta ciudad.
De regreso al hotel la gente hace cola en la embajada de la India. Ondean las banderas en una avenida que lleva por nombre siglo XX. Una hoja arrugada de periódico habla de berlusconi y sirve a un turista para sostener una pizza. Hay una avenida de naranjos cuyos frutos se pudren sin remedio.
No tengo aquí mi pensamiento, esta vez no. Pero cada rincón me invita a sentarme y pensar, como si la ciudad, vieja, cansada de ser ella misma, me echase el hombro por encima del hombro y me tranquilizase. Yo te entiendo, parece decirme.
Tiene razón. Nadie sabe más de la vida y la muerte de la vanagloria que esta bella y ya no eterna ciudad.
Yo vuelo a casa.

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