lunes, 11 de julio de 2011

El Poder de la Memoria



De madrugada todo se aquieta. El aire caliente flota a mi alrededor con la textura de una seda suave, de un velo que se posa tranquilamente entre la Luna y yo.

También se ralentiza el latido del corazón, parece que las cosas fluyen con calma, las ideas, las emociones, las grandes verdades que durante el día están ahí pero no alcanzo a ver.

Y es ahora, en este instante, cuando pienso en las personas que caminan junto a mí, las que orillan mi camino, unas cerca, otras lejos. Personas conocidas en algunos casos, amadas en otros, ignoradas en la mayoría.

Me siento joven y seguro, de modo que el tiempo sólo me resulta una molestia para alcanzar mis sueños. Un triunfo literario, una nueva vida, un nuevo libro, el éxito, la sensación de haber alcanzado algo largamente deseado. Cosas. Cosas que suceden pero que no logro saborear.

La vejez es un horizonte en el que no puedo pensar, el pasado es sólo una palanca que me impide avanzar...avanzar, avanzar, avanzar...¿hacia dónde?¿Con qué propósito?

Y es entonces, al final de estos puntos suspensivos que emerge poderosa, nítida como esta luna, la figura de mis mayores.

En ellos ya no hay anhelos, no hay prisa, no hay cosas que tener, ni objetivos que superar. Sus arrugas son las cicatrices de todos los desvelos que yo paso ahora, es ley de vida, lo sé.

Pero si pudiera ver sus ojos, entrar dentro de ellos, entonces comprendería que la vejez no es rendición sino paz, que no hay anhelo porque ellos comprenden una verdad que yo debo aprender todavía, a base de zincelar mi rostro con esas mismas arrugas. Que la vida es muy sencilla. Sólo hay que respirar.

Ser anciano es el privilegio de una Existencia que se agota pero que ha sido bebida con fruición. De esas vidas hemos nacido y bebido nosotros, y detrás de nosotros nuestros hijos. Cada Historia nuestra es un cruce de caminos, trillados antes por esas sombras viejas que languidecen en el olvido.

Un viejo no necesita hablar porque las palabras ya no dicen nada. Pero quizá sí necesita estrechar mi mano para sentir mi gratitud, por las batallas de las que me ha librado a costa de sus anhelos, de sus deseos, de su vida entera.

Quizá yo necesito el tacto rugoso de unas manos cansadas, la mejilla de un rostro añejo, para no sentirme tan solo esta madrugada.

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