Una infancia
de papel
El próximo 23
de septiembre, saldrá a la venta la novela póstuma de Ana María Matute, Demonios Familiares. Quien la ha leído
ya, dice con pesar que es una lástima llegar a este maravilloso momento de lucidez
demasiado tarde. Yo discrepo; opino que no hay mejor epitafio para una gran
escritora que tres puntos suspensivos, ese suspiro melancólico de la puntuación.
Al final de estas páginas, uno puede verla a ella, a la gran dama, sonriendo
con un puntito de ironía, por supuesto con sus mejores galas. Preguntando al
aire, a nadie en particular, y ¿ahora, me echarás de menos?
Que Matute es
un clásico contemporáneo no viene a corroborarlo su fallecimiento, casi a punto
de de los 89 años. Tampoco tiene que decirlo el inacabable currículo meritorio,
los premios, las alabanzas, la nominación al Nobel o su silla en la RAE.
Uno puede
leer Olvidado rey Gudú y comprender
que muy pocos pueden escribir de ese modo y no caer en un eterno silencio
después.
No es la
primera vez que escribo sobre esta mujer que siempre me pareció que miraba como
una niña. No una niña cursi, blandita al modo de las señoritas de buen colegio,
sino más bien una niña sabia, con cierta retranca en el brillo de los ojos, un
aire cierto de comprensión y de experiencia que, sin embargo, no le quitó nunca
las alas.
Estoy
convencido de que si Ana María Matute no volaba era, sencillamente, porque no
le daba la gana. Si se quedaba estos últimos tiempos en su silla de ruedas,
como la vi en la entrega del último Premio Nadal, era para parapetarse de
asombros que ya la agotaban. El pelo blanco siempre me ha parecido la
distinción que el tiempo otorga a los sabios. Criar canas, que decían en el
pueblo de mi madre, es el valor absoluto sobre la vida y el tiempo. Un tiempo
en el que esta niña mujer, coqueta, vistosa y elegante, no creía. Cómo creer en
la decrepitud si quedan los libros para negarla.
Buscando en
mi biblioteca alguna de sus obras, las ordeno por orden alfabético, me encuentro
La Torre Vigía en una edición de 1971. Yo tenía tres años cuando
editorial Lumen la publicó. Todavía me faltaban muchos para nacer cuando, a los
17 años, Ana María Matute firmó su primer contrato con la editorial Destino. Su
primera novela, Pequeño Teatro, que
no se publicaría hasta una década después. Qué curiosa es la vida, circulando a
toda velocidad en un millón de ramales paralelos. Me he preguntado cómo
llegaría este ejemplar de La Torre Vigía
al mercado de San Antonio, donde yo lo compré de tercera, quinta mano. Antes
había pertenecido a una tal Antonia P. que firmaba en la primera página y que
tenía, tal vez tenga todavía, la costumbre de subrayar párrafos, frases
enteras. Siempre he pensado que me gustaría conocerla, charlar con ella sobre
la obra de Ana María Matute, y preguntarle por qué subrayaba ciertos pasajes
que yo, lo reconozco, también deseaba marcar. Hace años que la leí y me
pregunto qué me llamó la atención. Yo era demasiado joven para conocer lo que
la suerte y el hojeo rápido puso en mis manos. Nunca lo sabré. Pero me gusta
pensar que ella, la autora, lo escribió sabiendo que un día, tras muchas otras
orillas, este libro caería en mis manos, y que mucho después, sin ella saberlo,
nos cruzaríamos por los vestíbulos de un hotel de Barcelona. Que yo brindaría a
su salud sin que ella se diese cuenta. O tal vez sí me vio y sencillamente
sonrió para sus adentros.
Me
fascina de su biografía que su padre fuera fabricante de paraguas. Mary Poppins no viajaba en uno? No había
paraguas y sombrillas en Alicia en el País de las Maravillas? La
presencia insistente de animales mitológicos y reales, la confusión permanente de lo ideal,
lo onírico y lo real, la crueldad y la inocencia, tienen que ver, estoy seguro
con ese elemento en su vida.
Las niñas
inteligentes, curiosas, sensibles, esconden todo lo que las atemoriza en
metáforas, construyen fortalezas de papel –como infancias, tal y como le
declaró a Juan Cruz para El País en 2011 – para escapar de la muerte. No
siempre es feliz quien sonríe ni infeliz quien vive con una lágrima al borde de
la mirada. En cualquier caso, cuando lea Demonios Infantiles, sé que será la
última, que encontraré seres que se buscan y se pierden. Que escucharé esa
música sin ingenuidad pero llena de ternura al final de un tiempo en el que
esta hermosa dama nunca creyó.
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